Una vez más los legisladores rionegrinos, acostumbrados como están a debatir temas espinosos vinculados con la bioética que otros prefieren eludir, se las han arreglado para dar pie a una polémica. La aprobación por unanimidad de una ley de "muerte digna", según la que los enfermos terminales tienen derecho a rechazar tratamientos médicos que les parecen desproporcionados y inútilmente dolorosos, mereció el apoyo de muchos especialistas y el repudio inevitable de representantes de la Iglesia Católica. Aunque la impulsora de la ley, la legisladora y médica Marta Milesi, insistió en que no es cuestión de permitir la eutanasia, la verdad es que no siempre es fácil distinguir entre la "muerte buena" así calificada y la "digna" que está prevista por la nueva norma. Si bien puede argüirse que ayudar a morir no es lo mismo que dejar morir, en muchos casos la diferencia dista de ser tan evidente.
Puede entenderse, pues, la preocupación que sienten los contrarios por principio a la eutanasia ante la aprobación de una ley que, al permitir que el paciente tenga la última palabra, reduce la responsabilidad de los médicos de hacer cuanto puedan por prolongar la vida. Temen que al privilegiar los deseos de los pacientes, quienes los rodeen caigan en la tentación de presionarlos para que acepten abandonar un tratamiento que cueste mucho dinero y requiera mucho trabajo por parte de los médicos y enfermeros. Es por eso que en algunos países en que se permite la "muerte digna" se exige que el paciente deje constancia de su voluntad antes de verse en un estado terminal aunque, es innecesario decirlo, escasean las personas sanas que estén dispuestas a pensar en dicha alternativa.
Si los medios disponibles para prolongar la vida fueran tan limitados como lo eran antes de producirse los avances notables que se registraron últimamente en este ámbito, los legisladores podrían ahorrarse los riesgos morales que tienen que enfrentar cuando entran en el territorio peligroso de la bioética, pero puesto que ya es posible mantener vivas durante largas décadas a personas en estado vegetativo o en condiciones sumamente dolorosas y con toda seguridad los casos de este tipo se multiplicarán exponencialmente en el futuro, es necesario que las leyes se adapten a las circunstancias. En algunos países europeos como Holanda, los partidarios de la eutanasia han logrado imponer su punto de vista, pero en otras partes del mundo, sobre todo en las de tradiciones católicas, los políticos han sido reacios a tomar decisiones que serían repudiadas por la Iglesia.
Mal que les pese a los convencidos de que en todos los casos deberían extremarse los medios para prolongar al máximo la vida de todas las personas, en el mundo real tal planteo es impráctico por motivos bien concretos. Los recursos humanos y materiales son por su naturaleza limitados. En algunas partes del mundo como Estados Unidos, el desarrollo de sistemas terapéuticos costosísimos que acaso beneficien a unos pocos ha resultado en el deterioro de los servicios médicos a los que puede acceder la mayoría. Si por motivos legales los administradores de los hospitales se sienten constreñidos a demorar la muerte de pacientes agonizantes cuando no exista posibilidad alguna de que puedan salvarse y ellos mismos no quieran seguir sometiéndose a procedimientos que les parecen inhumanos, se verá reducida su capacidad para brindar a otros tratamientos que podrían curarlos.
Además de tener que reconocer que en ocasiones el respeto por la vida puede ser incompatible con el respeto por el enfermo mismo, los legisladores han de tomar en cuenta la situación de los médicos que se ven obligados a continuar con tratamientos artificiales aun cuando sepan que sólo servirán para prolongar el sufrimiento de una persona que, si pudiera, no vacilaría en optar por adelantar su encuentro ineluctable con la muerte. En opinión de los contrarios tanto a la eutanasia como a la "muerte digna", nadie tiene derecho a elegir cuándo morir, pero el progreso rápido de la medicina ha privado de sentido la idea de que exista un término "natural" a la vida humana con la consecuencia de que, nos guste o no, parece inevitable que la hora de la muerte dependerá cada vez más de la voluntad de los pacientes mismos o de los médicos.
Rodrigo González Fernández
DIPLOMADO EN RSE DE LA ONU
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