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sábado, diciembre 22, 2007

Sueñan las mujeres con canciones de Peter Cetera?

Posted: 21 Dec 2007 10:34 AM CST

Columna en Gataflora de Noviembre

En la década del cincuenta, y en los primeros años de los sesenta, la única carrera posible para las mujeres era la de esposa perfecta. Desde muy chicas, las solteras se entrenaban en el arte de sonreír, cocinar y arreglarse el pelo, consagradas a la bella empresa de "casarse bien". El objetivo era conseguir los últimos electrodomésticos y un marido adecuado. Nada más. Ni viajes extravagantes, ni sexo prematrimonial, ni tacos aguja, ni una carrera. La vida giraba alrededor del matrimonio, entre cuatro paredes, detrás de una pila de camisas para planchar.

En el cine, fue la época de las grandes divas y galanes de Hollywood. Doris Day y Rock Hudson filmaban decenas de comedias inocentes que terminaban siempre en el altar. La televisión era un rosario de shows familiares, concursos, y publicidades de tupperwares. En la radio, los hits del momento eran "All my love", "Sentimental me", "Because of you", "Unforgettable" y "When I fall in love".

Ese mundo fuera del tiempo, ese infierno tranquilo, no podía durar para siempre. En la segunda mitad de los sesenta, una nueva generación se rebeló contra los principios de la anterior. Ser ama de casa pasó a ser sinónimo de esclavitud. Las nuevas mujeres ya no querían planchar las camisas de nadie (¡Ni siquiera las propias!). Preferían irse a vivir solas, salir de noche, tener sexo ocasional, estudiar carreras masculinas y si querían, ser madres solteras. Abandonaban, por primera vez, el corsé, el maquillaje y los ruleros, porque conquistar un marido proveedor había dejado de ser la única forma legítima de subsistencia.

En Hollywood, Doris Day se quedaba sin trabajo, Rock Hudson contraía sida, y desaparecían la mayoría de las comedias románticas. Las historias también cambiaban: las protagonistas ya no querían casarse de blanco, querían triunfar como cantantes de rock. Los hits de la época eran "Let it be", "War", "Fame", "Disco lady", "Dancing queen" y "Saturday night fever". Nada de duetos románticos ni jingles pegadizos; la música era para protestar o seducir.

Sin embargo, todos estos cambios no liberaron a la mujer de sus ficciones. Le dieron más independencia, es verdad, pero a nivel emocional el avance fue muy precario. La mujer tuvo que seguir fingiendo: en los cincuenta, que la felicidad era tener un marido y dos hijos, y en los setenta, que la felicidad era no tenerlos.

Recién en 1980 se dio la verdadera revolución femenina. Por primera vez, los medios de comunicación reflejaron con infinita precisión el mundo interior de la mujer. Cada comedia romántica, cada miniserie, cada balada. Todo se volvió exagerado y cursi, pero finalmente se supo la verdad: que cuando las mujeres pensaban en amor, no soñaban ni con matrimonio ni con sexo libre. Se imaginaban una gran historia, llena de diálogos amanerados y proezas. Todos los clisés, las grasadas románticas y los diálogos bananas se fundaron en la década del ochenta.

La moda también reflejó este impulso. Luego de años contemplando si un vestuario era apropiado o elegante, burgués u opresivo, las mujeres se pusieron, literalmente, lo mismo que las niñas de cuatro años le ponían a sus muñecas: vestidos con mangas enormes, prendas atiborradas de moños y voladitos, bijouterie de strass, y polleras de princesa.

En el cine hubo una desbocada proliferación de sensiblería adolescente. Algunos argumentos -a pesar de su inverosimilitud- hoy son paradigmas del cine de esa década: el soñador que trama un plan estúpido para conquistar al amor de su vida, el triunfo de los perdedores sobre los ganadores, el baile y las coreografías nabas como canal de expresión, el personaje que, contra todos los pronósticos, intenta concretar un sueño –casi siempre ridículo- en una academia.
Se instituyeron también los nuevos leit motivs del cine superficial: el baile de graduación, los amantes que se corren sin motivo por la playa, la música estridente en el clímax, los tortolitos que se tiran harina o látex mientras cocinan o pintan una pared, el reconocimiento público del héroe al final de la película.
En la música, volvieron las baladas románticas llenas de falsetes y alaridos. La gente volvió a bailar lentos. Los autores volvieron a componer duetos unisex. Heart reclamaba amor en Alone y What about love? Phil Collins escribía los hits clásicos A groovy kind of love o Against all odds, y Peter Cetera subrayaba el contenido novelero de ciertas películas con su edulcorada poesía (¿o alguien puede concebir líneas más rosas que éstas: "I am a man who will fight for your honor / I'll be the hero you're dreaming of"?)

Muchos pueden decir que sólo es una cuestión de gustos y que el pasado siempre nos parece ridículo. Pero como se explica, entonces, que las escenas románticas de los cincuenta hoy sean clásicos y la de los ochenta nos den vergüenza ¿Por qué bailar como Ginger Rogers y Fred Astaire es una hazaña, pero hacer la coreografía de Dirty Dancing es, en cambio, un papelón que sólo puede ejecutarse borracha y con amigas? Si sobre gustos no hay nada escrito ¿Por qué nadie se declara fanático de Molly Ringwald o escucha Air Supply, en el auto, a todo lo que da?

Hubo otras épocas igualmente bizarras y no han dado, sin embargo, ni un solo videoclip del que reírse hoy. No nos confundamos. No nos burlamos de los ochenta porque sean una payasada pueril. Renegamos de los ochenta porque tenemos vergüenza. La misma vergüenza que sentimos cuando alguien nos lee el diario íntimo o cuando descubren qué chico nos gusta en la escuela. El cine clásico representa lo que las mujeres querríamos soñar (Ser Audrey Hepburn en Sabrina, por ejemplo), mientras que los ochenta reflejan lo que en realidad soñamos (Ser Alexis Carrington en Dinastía).

Seguirán pasando los años y se acumularán más películas y canciones. Sin embargo, yo dudo que las mujeres alguna vez soñemos con bodas apropiadas o relaciones modernas. En el fondo, aunque muchas se enojen, cuando nos imaginamos el amor perfecto, pensamos en Molly Ringwald. Que te abandone tu novio o que te dejen plantada en la iglesia no se parece a ninguna escena del cine francés. El mal de amores suena como las canciones de Peter Cetera.

Imágenes de mujeres: la mocita

Posted: 05 Jul 2007 03:58 PM CDT

La mocita es una camarera menuda, malhumorada y perezosa que maltrata clientes y mezcla pedidos en un bar cualquiera de Capital Federal.

En general, a la mocita no le gusta trabajar. Prefiere mirar televisión y conversar con otras mozas. Cuando un cliente la llama y está ocupada mirando una revista o imaginándose como protagonista de la novela de la tarde, la mocita se hace la distraída y se da vuelta. Está convencida de que traer mayonesitas, limpiar mesas pegoteadas de café volcado o levantar platos con esculturas de puré frio y colillas de cigarrillo está bien para otras chicas, pero es poco para ella.

Tanto odia su trabajo, que a menudo se desquita con los clientes y la encargada del local, a quien desafía y boicotea, odiosa, con solapadas camarillas de mosquita muerta. Se hace la enferma los días de más trabajo, le ofrece a toda la concurrencia hablar con su jefa ante el menor inconveniente, y, callada, espera silbando que se acabe el edulcorante para ver a la encargada mendigarle de rodillas una bolsa de seis mil sobrecitos a un proveedor de Villa Zagala que le cobra doscientos cincuenta pesos de remise.

Cuando la retan, la mocita jamás replica. Sólo pone mala cara, ladea su trompita insolente, sube las cejas, y revolea los ojos siguiendo una mosca imaginaria. Pero más tarde, cuando nadie la ve, cuchichea artificialmente con el repartidor de lácteos y tira frases en voz alta como "pero acá viste como es" o "ese no es mi trabajo viste, no es mi prolema"
La mocita tiene, para sus clientes, una sola clase de respuesta: "no". No se puede cambiar la manteca por queso blanco. No tiene hora. No puede mudarte a otra mesa. No tiene cambio. No sabe en dónde para el colectivo 152. No encuentra el diario de hoy. No sabe cómo salió boca y no, nadie se olvidó un juego de llaves en el bar.

Es, además, dura como una piedra para las cuentas, y no puede retener más de dos pedidos por vez. Le lleva un cortado a todos los que pidieron la "Promo 6" de milanesa, se olvida el azúcar, y calcula mal cuando tiene que cobrar. Y si el cliente la corrige, en vez de sentir vergüenza, le arranca el ticket de la mano y se lo tira a la encargada sobre la barra señalando la mesa en cuestión con su indignada nariz, y murmura que le descuente cuatro pesos del agua que nunca les llevó.

Por otro lado, la mocita es siempre muy coqueta. Toda la energía que ahorra haciéndose la sorda con los clientes o escondiéndose en la cocina, la invierte en empotrarse los pantalones más ajustados que puede y embarrándose los ojos con delineador negro. La encargada la vive retando porque deja olor a perfume berreta y pasta de dientes en el baño, pero ella no puede remediarlo. El desodorante Jovialle es su heroína.

Es, además, solidaria con los proveedores. Fomenta descaradamente la calentura del repartidor de lácteos, que la ametralla de guarangadas mientras descarga los cajones de leche en la vereda, y el amor sencillo del muchacho que trae las medialunas, a quien rechaza, melancólica y cachonda, todos los viernes.

Su corazón no tiene lugar para corredores de golosinas o remiseros. La mocita está perdidamente enamorada de un cliente casado, cuarentón y medio chanta, que va todas las mañanas al bar a tomar un cafecito en la barra y a hablar a los gritos por el celular. Está convencida de que como sabe su nombre, le hace chistes y le mira el culo, en cualquier momento le pide casamiento y la saca de esa pegajosa pocilga para siempre.

Para asegurarse su improbable conquista, la mocita atiende al cliente como una geisha. Lo llama por su nombre, conversan, se hacen bromas, y a veces, incluso, ella le cuenta alguna intimidad que él analiza con falso interés de pirata.

Mientras tanto, nosotros podemos desgarrarnos la laringe para conseguir otro café o un enchufe para la notebook, aunque nos negará ambas gentilezas, ocupada, trepándose al palo de luz de la calle, como una mona, para bajar un cable pelado con la boca, para que su novio de mentira pueda enchufar su laptop y se quede a trabajar ahí toda la mañana, mientras deglute los cuatrocientos gramos de masitas que le llevó con su miserable café.
Saludos
Rodrigo González Fernández
DIPLOMADO EN RSE DE LA ONU
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