Son las 10.00 de la mañana en un 'café con piernas' de Concepción.  Tres camareras, dos rubias y una morena, atienden la barra vestidas con unas  minifaldas infartantes,  minúsculos chalecos y zapatos altos. 
Mientras tomo mi café veo a  nueve hombres, la mayoría de pelo blanco. Sus edades fluctúan entre los 50 y 75  años. Todos los clientes van llegando solos y con un diario bajo el brazo. Entra  al local un caballero muy bien vestido y saluda a una de las meseras con un beso  en la mejilla muy cariñosamente.
El recinto tiene sus murallas rojas y  está lleno de espejos. Está muy iluminado. El mesón largo de mármol rodea todo  el lugar. Nadie ordena algo para comer, aquí sólo se piden cafés  y cortados. 
Son  las 11:13 horas, tiempo justo en el que se empieza a formar una atmósfera de  camaradería. Grupos de amigos se encuentran y ríen a carcajadas. Todos llegan  vestidos con terno, corbata y un maletín. Me imagino que son hombres de  diferentes profesiones como: abogados, ingenieros, periodistas, entre  otros.
Me acerco a una de las chicas que atiende la barra e iniciamos una  conversación. "No me gusta trabajar aquí". Se llama Gabriela, a secas. La joven  es madre y lleva casi dos años siendo mesera del café. Asegura que está en este  lugar por su hija, para reunir dinero y educarla en un buen colegio. "Gano muy  bien, por eso llevo tanto tiempo. Mi  sueldo fluctúa entre los 500 y 600 mil pesos".
Sin embargo, no  todo es color de rosas. Gabriela lamenta su situación familiar. "Mis papás me  critican harto por este trabajo y ponen a mi bebé en contra mía,  pero mi  hija siempre me dice que quiere trabajar con una mini como yo".
La joven  cuenta que los clientes siempre le ofrecen dinero por salir con ella, pero nunca  acepta. "Soy seria en mi trabajo y quiero que me respeten", dice. Según cuenta,  los hombres suelen llevarle chocolates, perfumes, maquillaje y flores. Ese tipo  de obsequio sí los recibe. Veo que el costado derecho del local hay tres rosas  rojas que le regalaron hace poco.
Entre las anécdotas que me contó  Gabriela, se ha dado el caso de niñas que en algún momento trabajaron aquí y se  fueron casadas con clientes. "Una se fue a España, otra se casó con un árabe y  así se van yendo".
Al frente nuestro, en el segundo piso de una galería,  se encuentra otro 'café con piernas'. Doy las gracias, me despido y continúo mi  periplo. Dentro del oscuro local hay cinco señoritas sentadas en la barra. Unas  coquetean y fuman con los clientes, otras se maquillan el rostro.
Entra  todo tipo de hombres, desde un nivel socioeconómico bajo, hasta señores con  pinta de adinerados. 
La  vestimenta de las jóvenes es variada, ya que no tienen uniforme. Cada una se  viste como quiere, pero hay reglas:deben  mostrar el 90% del cuerpo, es decir, trabajan con ropa interior. 
"No me gusta trabajar  aquí. Lo hago por necesidad", me cuenta Janet (27). Esta joven dobla turnos en  el día para ganar más dinero, ya que  mantiene a su familia. Tiene un hijo  de ocho años y dice que lo daría todo por él.
Al principio, Janet veía  este trabajo como algo sucio, pero luego se dio cuenta que era como cualquier  otro. "Antes me incomodaba, ahora no, además, no es nada del otro mundo". 
Termino mi café, pago y ordeno  mi bolso para retirarme. Al lado mío un cliente espera impacientemente ocupar mi  lugar.
  
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