El filósofo alemán Jürgen  Habermas exige a los Estados una mayor implicación política para defender a la  UE de los ataques financieros y muestra que la Alemania actual no está en el  mejor momento para asumir el  liderazgo
     Días decisivos: Occidente celebra el 8 de mayo y Rusia el 9 de mayo la  victoria sobre la Alemania nacionalsocialista; también aquí, en Alemania, se  habla de día de la liberación. Este año, las fuerzas de la alianza que  lucharon contra Alemania (con la participación de una unidad polaca) celebraron  conjuntamente un desfile de la victoria. En la Plaza Roja de Moscú Angela Merkel  estaba justo al lado de Vladímir Putin. Su presencia confirmaba el espíritu de  aquella nueva Alemania surgida en la posguerra, cuyas distintas  generaciones no han olvidado que también fueron liberadas, a costa de los  mayores sacrificios, por el Ejército ruso.
    Hoy ya nadie puede rechazar la exigencia del FMI de un "gobierno económico  europeo
   En Alemania gobierna una generación que solo se enfrenta a los problemas del  día a día
   La canciller llegó desde Bruselas, donde había tratado de una derrota de un  tipo completamente distinto. La imagen de la conferencia de prensa en la que se  anunció la decisión de los jefes de Gobierno de la UE sobre el fondo de rescate  común para contrarrestar los ataques al euro traicionaba la convulsa mentalidad  no de aquella nueva Alemania, sino de la Alemania de hoy. La chirriante foto  muestra las caras petrificadas de Merkel y Nicolas Sarkozy: unos jefes de  Gobierno exhaustos que ya no tienen nada que decirse. ¿Acabará siendo esa foto  el referente iconográfico del fracaso de una manera de ver Europa que ha marcado  su historia durante más de medio siglo?
 Mientras que en Moscú Merkel estaba a la sombra de la tradición de la antigua  República Federal, este 8 de mayo pasado, en Bruselas, la canciller dejaba tras  sí algo distinto: la lucha de semanas de una empedernida defensora de los  intereses nacionales del Estado económicamente más poderoso de la UE. Apelando  al ejemplo de la disciplina presupuestaria alemana, había bloqueado una acción  conjunta de la Unión que habría respaldado a tiempo la credibilidad de Grecia  frente a una especulación que buscaba la quiebra del Estado. Una serie de  declaraciones de intenciones ineficaces había impedido una acción preventiva  conjunta. Grecia como un caso aislado.
 Hasta que no se ha producido la última conmoción bursátil, la canciller no ha  cedido, ablandada por el masaje anímico colectivo del presidente de Estados  Unidos, del Fondo Monetario Internacional y del Banco Central Europeo. Por temor  a las armas de destrucción masiva de la prensa amarillista parecía haber perdido  de vista la potencia de las armas de destrucción masiva de los mercados  financieros. No quería de ninguna manera una eurozona sobre la que el presidente  de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, pudiera decir al día siguiente:  quien no quiera la unificación de las políticas económicas, debe olvidarse  también de la Unión Monetaria.
 La cesura. Desde entonces, todos los afectados empiezan a vislumbrar  el alcance de la decisión que se tomó el 8 de mayo de 2010 en Bruselas. Las  medidas de emergencia sobre el euro adoptadas de la noche a la mañana han tenido  consecuencias distintas de las de todos los bail outs habidos hasta la  fecha. Como ahora es la Comisión quien suscribe los créditos en los mercados  representando a la Unión Europea en su conjunto, este mecanismo de  crisis se ha convertido en un instrumento de comunidad que transforma  las bases económicas de la Unión Europea.
 El hecho de que a partir de ahora los contribuyentes de la zona euro avalen  solidariamente los riesgos presupuestarios del resto de los Estados miembros  supone un cambio de paradigma. Se ha tomado conciencia así de un problema  reprimido desde hacía mucho tiempo. La crisis financiera, amplificada a crisis  de Estado, nos trae el recuerdo de los errores originales de una Unión Política  incompleta que se ha quedado a mitad de camino. En un espacio económico de  dimensiones continentales, sumamente poblado, surgió un Mercado Común con una  moneda parcialmente común, sin que al mismo tiempo se introdujeran competencias  que sirvieran para coordinar eficazmente las políticas económicas de los Estados  miembros.
 Hoy ya nadie puede rechazar de plano, calificándola de irrazonable, la  exigencia formulada por el presidente del Fondo Monetario Internacional de un  "gobierno económico europeo". Los modelos de una política económica "conforme a  las reglas" y de un presupuesto "disciplinado", según lo establecido en el Pacto  de Estabilidad, no están a la altura de los desafíos de una adaptación flexible  a constelaciones políticas en rápida transformación. Claro que hay que sanear  los presupuestos nacionales. Pero no se trata únicamente de las  trapacerías griegas o de las ilusiones de bienestar españolas,  sino de una equiparación político-económica de los niveles de desarrollo dentro  de un espacio monetario con economías nacionales heterogéneas. El pacto de  Estabilidad, que precisamente Francia y Alemania tuvieron que dejar en suspenso  en 2005, se ha convertido en un fetiche. No bastará con endurecer las sanciones  para equilibrar las consecuencias no deseadas de la deseada asimetría entre la  completa unificación económica de Europa y su incompleta unificación  política.
 Incluso la sección de Economía del Frankfurter Allgemeine Zeitung  considera que "la unión monetaria está en la encrucijada". El periódico atiza  con un escenario de horror la nostalgia por el marco alemán en contra de los  "países con monedas débiles", mientras que una amoldable canciller habla  repentinamente de que los europeos deben buscar "una mayor integración económica  y financiera". Pero no hay, a lo ancho y a lo largo, huella alguna de la  conciencia de una profunda cesura. Unos confunden la conexión causal entre la  crisis del euro y la crisis bancaria y apuntan exclusivamente el desastre a la  falta de disciplina presupuestaria. Otros se afanan denodadamente en reducir el  problema de la falta de coordinación entre las políticas económicas nacionales a  una mera cuestión de mejora de la gestión.
 La Comisión Europea quiere que el fondo de rescate, de duración limitada, se  mantenga a largo plazo, además de inspeccionar los planes presupuestarios  nacionales, incluso antes de que estos se hayan sometido a los parlamentos  nacionales. No es que estas propuestas sean descabelladas. Pero es una falta de  vergüenza sugerir que semejante intervención de la Comisión en el derecho  presupuestario de los parlamentos no tocaría los tratados y no aumentaría de  forma inaudita el déficit democrático que se arrastra desde hace tanto tiempo.  Una coordinación eficaz de las políticas económicas debe conllevar un  reforzamiento de las competencias del Parlamento de Estrasburgo; también  planteará, en otros ámbitos políticos, la necesidad de una mejor  coordinación.
 Los países de la zona euro se enfrentan a la alternativa entre una  profundización de la cooperación europea y la renuncia al euro. No se trata de  la "vigilancia recíproca de las políticas económicas" (Trichet), sino de una  actuación común. Y la política alemana está mal preparada para esto.
 Cambio generacional y nueva indiferencia. Tras el Holocausto, hicieron  falta esfuerzos de décadas -desde Adenauer y Heinemann, pasando por Brandt y  Helmut Schmidt, hasta Weizsäcker y Kohl- para el retorno de la República Federal  al círculo de las naciones civilizadas. No bastaba con la astuta táctica marcada  por el ministro de Exteriores, Hans Dietrich Genscher, de orientarse a Occidente  por razones de oportunidad. Era precisa una transformación, infinitamente  trabajosa, de la mentalidad de toda la población. Lo que acabó por propiciar un  talante conciliador en nuestros vecinos europeos fueron, en primer término, la  transformación de las convicciones normativas y el cosmopolitismo de las  generaciones más jóvenes, crecidas en la República Federal. Y, naturalmente, en  la actividad diplomática marcaron la pauta las convicciones creíbles de los  políticos en activo durante aquella época.
 El manifiesto interés de los alemanes por una unificación europea pacífica no  era suficiente para desactivar la desconfianza hacia ellos, históricamente  fundamentada. Los alemanes occidentales parecían conformarse con la división  nacional. A ellos, con el recuerdo de sus excesos nacionalistas, no habría de  resultarles difícil renunciar a la reivindicación de sus derechos de soberanía,  asumir en Europa el papel del principal contribuyente neto y, si hacía falta,  adelantar créditos que, en cualquier caso, redundaban en beneficio de la  República Federal. El compromiso alemán, para ser convincente, tenía que tener  un arraigo normativo. Jean-Claude Juncker ha descrito bien esa prueba de  esfuerzo cuando, en alusión al frío cálculo de intereses de Angela Merkel,  echaba en falta la disposición a "aceptar riesgos en la política interna en pro  de Europa".
 La nueva intransigencia alemana tiene raíces profundas. Ya con la  reunificación se transformó la perspectiva de una Alemania que había crecido y  se ocupaba de sus propios problemas. Más importante fue la quiebra de las  mentalidades que se produjo tras la marcha de Helmut Kohl. Con la excepción de  un Joschka Fischer prematuramente agotado, desde la toma de posesión de Gerhard  Schröder gobierna una generación normativamente desarmada que permite que una  sociedad cada vez más compleja le imponga un trato cortoplacista con los  problemas del día a día. Consciente de la reducción de los márgenes de juego  político, renuncia a fines y a intenciones de transformación política, por no  hablar de un proyecto como la unificación de Europa.
 Hoy las élites alemanas disfrutan de una recuperada normalidad nacional  estatal. Al final de un largo camino hacia Occidente han adquirido su  certificado de madurez democrática y pueden volver a ser como los demás.  Ha desaparecido aquella nerviosa disposición a acomodarse con mayor prontitud a  la constelación posnacional de un pueblo vencido también moralmente y obligado a  la autocrítica. En un mundo globalizado todos deben aprender a incorporar a la  propia perspectiva la de los otros, en vez de retraerse a la mezcla egocéntrica  de esteticismo y optimización del beneficio. Un síntoma político del retroceso  de la disposición a aprender son las sentencias sobre los tratados de Maastricht  y Lisboa del Tribunal Constitucional alemán, que se aferran a superados  dogmatismos jurídicos relativos a la soberanía. La mentalidad del ensimismado  coloso centroeuropeo, que gira en torno a sí misma y que carece de ambición  normativa, ya no es ni siquiera garantía de que la Unión Europea se mantendrá en  su tambaleante status quo.
 La adormecida conciencia de crisis. Cambiar de mentalidad no es razón  alguna para hacer reproches; pero la nueva indiferencia tiene consecuencias para  la percepción política del desafío actual. ¿Quién está realmente dispuesto a  sacar de la crisis bancaria aquellas conclusiones que la cumbre del G-20 de  Londres plasmó en bellas declaraciones de intenciones... y a luchar por  ellas?
 Por lo que respecta a la doma del asilvestrado capitalismo financiero, nadie  puede engañarse sobre la voluntad mayoritaria de las poblaciones. Por primera  vez en la historia del capitalismo, en el otoño de 2008 sólo pudo salvarse la  columna vertebral del sistema económico mundial, impulsado por los mercados  financieros, gracias a las garantías de los contribuyentes. Y este hecho -que el  capitalismo no pueda ya reproducirse por sus solas fuerzas- se ha fijado desde  entonces en las conciencias de los ciudadanos que, como  ciudadanos-contribuyentes, tuvieron que salir fiadores del fracaso del  sistema.
 Las exigencias de los expertos están sobre la mesa. Se está hablando sobre el  aumento de los fondos propios de los bancos, una mayor transparencia para las  actuaciones de los fondos especulativos de inversión, la mejora de los controles  de las bolsas y las agencias de calificación de riesgos financieros, la  prohibición de instrumentos especulativos llenos de imaginación pero dañinos  para las economías nacionales, la imposición de una tasa a las transacciones  financieras, el reforzamiento de las provisiones bancarias, la separación de la  banca de inversión y comercial o la disgregación preventiva de los complejos  bancarios demasiados grandes para caer. En la cara de Josef Ackermann,  presidente del Deutsche Bank y astuto lobbista mayor de la banca alemana,  se reflejaba un cierto nerviosismo cuando la periodista televisiva Maybrit  Illner le daba a elegir entre algunos de estos "instrumentos de tortura" de los  legisladores.
 No es que la regulación de los mercados financieros sea tarea sencilla. Para  llevarla a cabo también se requiere, sin duda, el conocimiento especializado de  los banqueros más taimados. Pero las buenas intenciones fracasan no tanto por la  complejidad de los mercados como por la pusilanimidad y falta de  independencia de los Gobiernos nacionales. Fracasan por una apresurada renuncia  a una cooperación internacional que se ponga como fin el desarrollo de las  capacidades de actuación políticas de las que se carece... y ello en todo el  mundo, en la Unión Europea y en primerísimo lugar dentro de la zona euro. En el  asunto de la ayuda a Grecia, los negociantes y especuladores en divisas creyeron  antes el hábil derrotismo empresarial de Ackermann que la tibia aprobación de  Merkel al fondo de rescate del euro; realmente, no tienen confianza alguna en la  decidida disposición a cooperar de los países de la zona euro. ¿Cómo podrían ser  de otra manera las cosas en una Unión que derrocha sus energías en peleas de  gallos para llevar a las figuras más grises a los cargos más influyentes?
 En épocas de crisis, incluso los individuos pueden hacer historia. Nuestra  enervada élite política, que prefiere seguir los titulares del  Bildzeitung, no puede convencerse a sí misma de que son las poblaciones  quienes impiden una unificación europea más profunda. Saben perfectamente que el  retrato demoscópico de la opinión de la gente no es lo mismo que el resultado de  la formación de una voluntad democrática deliberativamente constituida de los  ciudadanos. Hasta hora, no ha habido en país alguno una sola elección europea o  un solo referéndum en el que se haya decidido sobre algo que no sean temas y  listas electorales nacionales. Sin mencionar siquiera la miopía nacional-estatal  de la izquierda (y aquí no hablo sólo del partido alemán La Izquierda), hasta  este momento todos los partidos políticos nos deben el intento de conformar  políticamente la opinión pública mediante una Ilustración a la ofensiva.
 Con un poco de nervio político, la crisis de la moneda común puede acabar  produciendo aquello que algunos esperaron en tiempos de la política exterior  común europea: la conciencia, por encima de las fronteras nacionales, de  compartir un destino europeo común.
   Jürgen Habermas es filósofo alemán, ganador del Premio Príncipe de  Asturias de Ciencias Sociales 2003. © 2010, Jürgen Habermas, Die Zeit.  Traducción de Jesús Alborés Rey.