Por Mariano Lopez Seoane
 Ella dice que creó su primera colección para H&M pensando  en la "mujer que trabaja pero quiere verse bien". Todas las fotos promocionales  la muestran en ambientes oficinescos y el video que se pasa por TV con  frecuencia record la pone en el rol de directora de compañía (preside una mesa  larga y laqueada). Pero veamos: kimonos de tela símil seda, camisas blancas,  maxifaldas de tiro alto, vestiditos sin ninguna gracia que quieren recordar el  campo. A la venta desde hace dos semanas en todo el mundo, la línea que diseñó  la (ex) chica material invita al tedio y provoca desilusión. Entre la secretaria  y la dominatrix (hay algo de cuero), la mujer de M by Madonna no tiene nada de  la superestrella aparte de la firma. Claro que esto no implica que la apuesta de  la megaempresa sueca haya siquiera rozado el fracaso: la ropa no vale un peso  pero se vende como pizza de cancha y cualquier visitante de los locales donde se  exhibe asiste a escenas de fanatismo o interés nada disimulado (el periódico  londinense The London Lite señala que se vendieron 8 millones de libras  esterlinas en una semana, cifra record, y que H&M ya le ofreció un nuevo  contrato a la cantante). Este desvelo por un toque de fama ha despertado una  serie de gestos afines que hoy constituyen una tendencia: la de adherir a una  marca de consumo masivo las peculiaridades de un estilo personal, distintivo.  Así, a M by Madonna le siguieron colecciones de Kate Moss para TopShop (el Zara  del Reino Unido), Scarlett Johansson para Reebok y ¡Penélope Cruz para Mango!,  entre otras. Jugada maestra, intuición genial, olfato para presentir los vientos  cambiantes del consumo. Sin duda, pero también mucho más. En esta nueva artimaña  el negocio de la moda se muerde la cola y vuelve a su pecado original: la  creencia en el genio.
  
1.  Kateshop: los modelos de Kate Moss modelados por ella y su amiga Irina  Lazareanu.2 y 3. Los polémicos chicos de flequillo: el diseño de Misshapes, el  diseño de Dior, que tiene sus sospechosas similitudes, hasta en el peinado. El  supuesto robo fue denunciado por la periodista Cathy Horyn en el New york times  durante la semana de la moda de París. Dior lo negó, el escándalo  estalló.
  Un poco de historia
 Desde hace décadas las grandes tiendas como H&M, Zara o Gap se llevan la  parte del león de las ventas del negocio de la moda. Su presencia mediática  (avisos en TV, en el cine, en el subte, en la calle, en la ruta) es la mayor por  kilómetros. En pocas palabras, dictaminan lo que se pone el 90% de los  consumidores, ofrecen el look dominante en una época o temporada. ¿Cuál es el  secreto? Ninguno: las grandes tiendas ofrecen "básicos", prendas desprovistas de  personalidad, resultado de un proceso de adaptación y uniformización en el que  reinan la lógica de la copia dilatada y el mandato de no pegar grandes saltos:  se toma nota de las tendencias y se las simplifica para el consumo, se pulen los  bordes más riesgosos, que pueden molestar o disuadir, y se llega a un producto  standard, lavado, apto para todo público y, ¡fundamental!, mucho más barato que  cualquier producto "de autor". Este dominio de la gran tienda, la transformación  de la indumentaria en uno de los productos más hot del capitalismo global,  producido a escala masiva, es algo relativamente reciente. Y, curiosamente, en  el origen de esta globalización del estilo y de una economía de la marca están  los grandes maestros de la moda occidental; los insuperables, legendarios y  personalísimos Chanel, Vionnet, Lanvin, Balenciaga. Claro que entre la fama  mundial del trajecito Chanel en los 30 y la ubicuidad de una remerita Gap es  mucho lo que se ha transformado: la moda dejó de ser una industria de lujo para  convertirse en un fabuloso negocio manejado por las marcas de prendas masivas y,  como resultado, la firma se ha disuelto en el aire. (Walter Benjamin sugiere que  se hable de "pérdida del aura". De hecho, además de ser un mantra teórico  obligatorio para pensar el presente, "La muerte del aura" podría ser la etiqueta  secreta de las prendas que se venden en todas estas grandes tiendas.)
 Sin embargo, el plusvalor y el poder de atracción de lo lujoso nunca  perdieron capacidad de arrastre. Y hasta las marcas más masivas y baratas  buscaron maneras de reinyectarle cierto barniz de firma y de distinción a  aquello que ya no puede tenerlo por el modo en que es producido. Y en estos días  recurren a un barnizado muy simple: se le zurce el aura de una celebridad a una  montaña de ropa vacunada contra la sorpresa. La línea de Madonna no deja mentir:  consiste en la exhumación (para posterior copia y reproducción) de las prendas  que la diva más valora en su ropero, prendas que ha conservado por años y de las  que no puede decirse que huelan a naftalina porque sería demasiado benevolente.  Por supuesto, a Madonna le importa un pito que la línea sea imponible y  aburrida. Lo importante para ella y para Scarlett y para Penélope es estar en la  moda porque desde fines de los '90 el significante moda parece funcionar como  alegoría, metáfora o, directamente, sinónimo, de actualidad. En breve: estar en  la moda es equivalente a estar a la moda y aquel que no está cerca de los  circuitos de creación, producción o difusión de nuevos estilos parece no poder  estar autorizado a exclamar ¡Yo soy el presente!
  
Ashley  Olsen: el ejemplo de celebridad convertida en trend-setter (no, no es una raza  de perro, sino alguien que marca el rumbo de las tendencias).
  El retorno del aura
 Si bien la tendencia de la firma celebrity choca como evidente, las tiendas  hicieron un largo camino antes de dar con esta fórmula. El antecedente inmediato  es la idea de "colaboración", que se expandió como plaga en el mapa de la  indumentaria hace menos de una década. En el origen estuvo la hoy legendaria  colección de Karl Lagerfeld para H&M, a la que siguieron colecciones de  Stella McCartney para H&M y Adidas, de Luella Bartley para Vans, de Comme  des Garçons para Fred Perry, de Viktor & Rolf para H&M. ¿Qué hay detrás  de la idea de "colaboración""? El diseñador "genio" le da su toque personal,  artístico, a una marca de piezas impersonales, de básicos. Le inyecta su onda.  Mimi Girma, directora del área femenina de Armani Exchange, habla de un  "matrimonio perfecto": "Es genial para todos. El diseñador obtiene publicidad y  obviamente mucho dinero, mientras que el cliente paga poco por algo 'especial',  diferente. ¡En H&M te llevabas un Lagerfeld por 20 dólares! Además la idea  es que es algo exclusivo, porque las compañías no producen tantos ítems de estas  líneas como de las tradicionales, entonces el cliente sabe que no todo el mundo  va a tener ese Lagerfeld de 20 dólares. La verdad es que estas grandes tiendas  últimamente habían perdido algo de su terreno y entonces tenían que ofrecerle  algo más a sus clientes: ya no era suficiente ofrecer ropa barata y más o menos  a la moda; tampoco bastaba con inundar la TV con avisos de varios minutos. Estas  compañías necesitaban un plus y lo encontraron".
 La marca básica, democrática, recibe ansiosa la mácula de genialidad, arte, e  incluso artesanía, que le da el creador aristocrático. Hasta el comprador menos  informado quiere un gajo de alta costura, estar a menos grados de separación de  la turbina original de la moda, la pasarela de los grandes desfiles en París,  NYC y Milán. Pero, ¿qué pasa con los artistas o celebrities que concurren a esta  cita? ¿Qué es lo que se modifica cuando en vez de Lagerfeld firma Madonna? En  este punto, el periodista de moda Adrian Corsin (colaborador de distintos medios  especializados y editor de Fashion Verbatim, un blog de culto que explota todas  las posibilidades del medio: desde el seguimiento fotográfico del estilo de las  celebrities hasta el análisis riguroso de las tendencias) introduce una  consideración sociológica: "La diferencia entre tener una línea de 'diseñador' y  tener una línea de una celebridad es también una diferencia de target. Cuando se  pone a Lagerfeld en H&M, se busca atraer a los lectores de Vogue, W y  Style.com (sucursal web de la editorial de Vogue), gente de plata e informada,  mientras que con Madonna se apunta a los lectores de People, US Weekly y, en  general fanáticos de la fama y no de la moda en sí". El resultado: una colección  mucho más fea y que nos hace padecer vestiditos que no llegan a manteles. El  atractivo de la colección no está en su terminado ni en su calidad, sino  exclusivamente en su intimidad con la fama: Madonna aparece como cosignataria de  una colección y mágicamente eleva su estatuto, la despega del resto de los  trapos agolpados en las perchas, le da un relieve especial. Lo que su firma le  aporta a la colección, a la ropa, no es ya maestría en la confección o fantasía  a la hora del diseño, sino simplemente un nombre. Nada más. Podría decirse que  el nombre es el significante 'onda' en estado puro. El nombre transmite una  sensibilidad especial, un gusto, un toque, que le contagia a la tela en blanco  antes de haberse dado el primer punto o de haberse cosido el primer botón. (En  sintonía con esto, el International Herald Tribune reporta que es muy poco lo  que Madonna hizo en términos concretos por esta colección: 'Básicamente me fijé  en lo que tenía en mi guardarropa, sobre todo en los vestidos comprados en  ferias'). Es esta cualidad intangible pero con efectos materiales bien palpables  la que las grandes tiendas parecen perseguir.
  
 Madonna  y el look oficinista leather que diseñó para H&M.
  Un Paris, muchos Paris
 La ansiedad de las grandes tiendas por recabar firmas, por aparecer cerca de  Kate Moss, de Scarlett Johansson o de Penélope Cruz indica también un giro en  las tendencias. Hace rato que el diseñador de alta costura no es el emperador  del gusto, entronado en su palacete de París y dictándole a través de ondas  sucesivas, como piedra en el agua, el guardarropas a toda la población mundial.  La teoría que sostiene enervada la Miranda de El diablo viste a la moda (que  hasta el suéter más berreta está determinado en sus colores y materiales, a  través de una serie de transmisiones más o menos defectuosas, por lo que sucede  en París en febrero y en octubre) no puede seguir esgrimiéndose sin reservas. Es  la teoría aristocrática de la moda, y del gusto en general, según la cual las  tendencias se originan en un centro validado y respetado, desde el que se van  licuando hacia los bordes. Puede resumirse en una ecuación: en el centro Dior,  un poco más hacia el margen Dolce & Gabbana y Versace, y al final, en la  banquina, y dos o tres temporadas más tarde, algo como H&M, Zara o, en  nuestras pampas, Bachino. En la moda, hoy, esto es simplemente falso: los  fashion victims y aquellos que los rodean y los siguen prestan mucha más  atención a lo que decide ponerse Kate Moss para salir a la calle que a lo que  mandata París. Y así como están Kate Moss o Madonna, hay cientos de  trend-setters, más o menos famosos, capturados con ansiedad frenética por las  cámaras de distintas páginas de Internet, blogs con comentarios, fotologs  analíticos, círculos de My Space, etc., etc. El centro de irradiación no se ha  movido sino que ha estallado. Y hoy son muchos los que pueden atribuirse la  capacidad de mandar sobre el gusto global. "Las teorías de la circulación de la  moda que reposan en modelos verticales son completamente obsoletas", continúa  Adrian Corsin. "Ahora la circulación es mucho más orgánica, en el sentido de que  la inspiración viene de todas partes. Digamos que hemos reemplazado una única  Meca por muchos templos." Los diseñadores ya no están solos, sino que comparten  el fuego sagrado con ciertas celebrities perseguidas por paparazzi las 24 horas  (asesoradas por estilistas hasta para salir a comprar la leche, chequear gemelas  Olsen, que ¡oh sorpresa! están por lanzar su propia línea de ropa) y con los  jóvenes que pueblan las páginas web que retratan la vida nocturna de las grandes  capitales del mundo (Misshapes, CobraSnake), páginas que más de un diseñador  confesó consultar en busca de inspiración (chequear en las fotos la acusación de  "insipración plagiaria" del recientemente despedido diseñador de Dior Homme,  Hedi Slimane, y Misshapes).
  ¿Y en la Argentina?
 Ante todo, una aclaración: la Argentina sólo puede adoptar esta tendencia de  manera defectuosa, simplemente porque las condiciones en que se produce  indumentaria (y moda) en nuestro país difieren gravemente de las que reinan en  los centros del capitalismo mundial. Así, no existen en la Argentina tiendas de  "básicos" comparables a las que protagonizan esta nueva tendencia: los básicos  en la Argentina son caros y el consumidor promedio no compra en Zara pensando  que compra un ítem serializado sin mayor valor, sino que Zara, por su precio y  presencia, adquiere todos los atributos de una "marca" (cosa que en el  hemisferio norte no sucede). No importa. Salteémonos este detalle, que  seguramente las compañías locales también se lo van a saltear, e imaginemos un  par de escenarios: Valeria Mazza para Falabella (esto ya debe estar ocurriendo,  piensen que Madonna pasó en una temporada de ser la cara de H&M a diseñar  una colección); Dolores Fonzi para Paula Cahen D'Anvers (el sueño para la cheta  moderna y cool); y, finalmente, ¿por qué no?, Araceli para Bachino. Bueno, ella  siempre fue nuestra "Jenny from the block", ¿no?
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