 Ofrecemos a continuación la catequesis pronunciada por  el Papa durante la Audiencia General celebrada en el Aula Pablo VI con  peregrinos procedentes de todo el mundo.
Ofrecemos a continuación la catequesis pronunciada por  el Papa durante la Audiencia General celebrada en el Aula Pablo VI con  peregrinos procedentes de todo el mundo.
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 Queridos hermanos y hermanas,
 hoy vamos a conocer la figura de Juan de Salisbury, que  pertenecía a una de las escuelas filosóficas y teológicas más importantes del  medioevo, la de la catedral de Chartres, en Francia. También él, como los  teólogos de los que he hablado en las pasadas semanas, nos ayuda a comprender  cómo la fe, en armonía con las justas aspiraciones de la razón, empuja al  pensamiento hacia la verdad revelada, en la que se encuentra el verdadero bien  del hombre.
 Juan nació en Inglaterra, en Salisbury, entre el año 1100 y el 1120. Leyendo  sus obras, y sobre todo su rico epistolario, podemos conocer los hechos más  importantes de su vida. Durante doce años, entre 1136 y 1148, se dedicó a los  estudios, frecuentando las escuelas más cualificadas de la época, en las que  escuchó las lecciones de maestros famosos. Se dirigió a París y después a  Chartres, ambiente que marcó mayormente su formación y del que asimiló su gran  apertura cultural, el interés por los problemas especulativos y el aprecio por  la literatura. Como sucedía a menudo en aquel tiempo, los estudiantes más  brillantes eran requeridos por prelados y soberanos, para ser sus estrechos  colaboradores. Esto le sucedió también a Juan de Salisbury, que fue presentado  por un gran amigo suyo, Bernardo de Claraval, a Teobaldo, arzobispo de  Canterbury sede primada de Inglaterra, el cual lo acogió de buen grado en su  clero. Durante once años, entre 1150 y 1161, Juan fue secretario y capellán del  anciano arzobispo. Con celo infatigable, mientras seguía dedicándose al estudio,  llevó a cabo una intensa actividad diplomática, trasladándose en diez ocasiones  a Italia, con el objetivo específico de cuidar las relaciones del Reino y de la  Iglesia de Inglaterra con el Romano Pontífice. Entre otras cosas, en esos años  el Papa era Adriano IV, un inglés que tuvo con Juan de Salisbury una estrecha  amistad. En los años consecutivos a la muerte de Adriano IV, sucedida en 1159,  en Inglaterra se creó una situación de grave tensión entre la Iglesia y el  Reino. El rey Enrique II, de hecho, pretendía afirmar su autoridad sobre la vida  interna de la Iglesia, limitando su libertad. Esta toma de postura suscitó las  reacciones de Juan de Salisbury, y sobre todo la valiente resistencia del  sucesor de Teobaldo en la cátedra episcopal de Canterbury, santo Tomás Becket,  que por este motivo fue al exilio, en Francia. Juan de Salisbury lo acompañço y  permaneció a su servicio, trabajando siempre por la reconciliación. En 1170,  cuando tanto Juan como Tomás Becket habían vuelto ya a Inglaterra, este último  fue asaltado y asesinado dentro de su catedral. Murió como mártir y como tal fue  en seguida venerado por el pueblo. Juan siguió sirviendo fielmente también al  sucesor de Tomás, hasta que fue elegido obispo de Chartres, donde permaneció  desde 1176 hasta 1180, año de su muerte.
  De las obras de Juan de Salisbury quisiera señalar dos,  que son consideradas sus obras maestras, y que están designadas elegantemente  con los títulos griegos de Metaloghicón (En defensa de la  lógica) y el Polycráticus (El hombre de Gobierno). En la primera  obra él no sin esa fina ironía que caracteriza a muchos hombres cultos rechaza  la postura de aquellos que tenían una concepción reduccionista de la cultura,  considerada como vacía elocuencia, palabras inútiles. Juan en cambio elogia la  cultura, la auténtica filosofía, es decir, el encuentro entre pensamiento fuerte  y comunicación, palabra eficaz. Él escribe: "Como de hecho no sólo es  temeraria, sino también ciega la elocuencia no iluminada por la razón, así la  sabiduría que no se emplea en el uso de la palabra no sólo es débil, sino en  cierto sentido se trunca: de hecho, aunque quizás una sabiduría sin palabra  pueda aprovechar de cara a la propia conciencia, raramente y poco aprovecha a la  sociedad" (Metaloghicón 1,1, PL 199,327). Una enseñanza muy actual. Hoy, la  que Juan definía "elocuencia", es decir, la posibilidad de comunicar  con instrumentos cada vez más elaborados y difundidos, se ha multiplicado  enormemente. Con todo, tanto más sigue siendo urgente la necesidad de comunicar  mensajes dotados de "sabiduría", es decir, inspirados en la verdad, en  la bondad, en la belleza. Esta es una gran responsabilidad, que interpela en  particular a las personas que trabajan en el ámbito multiforme y complejo de la  cultura, de la comunicación, de los media. Y este es un ámbito en el que se  puede anunciar el Evangelio con vigor misionero.
De las obras de Juan de Salisbury quisiera señalar dos,  que son consideradas sus obras maestras, y que están designadas elegantemente  con los títulos griegos de Metaloghicón (En defensa de la  lógica) y el Polycráticus (El hombre de Gobierno). En la primera  obra él no sin esa fina ironía que caracteriza a muchos hombres cultos rechaza  la postura de aquellos que tenían una concepción reduccionista de la cultura,  considerada como vacía elocuencia, palabras inútiles. Juan en cambio elogia la  cultura, la auténtica filosofía, es decir, el encuentro entre pensamiento fuerte  y comunicación, palabra eficaz. Él escribe: "Como de hecho no sólo es  temeraria, sino también ciega la elocuencia no iluminada por la razón, así la  sabiduría que no se emplea en el uso de la palabra no sólo es débil, sino en  cierto sentido se trunca: de hecho, aunque quizás una sabiduría sin palabra  pueda aprovechar de cara a la propia conciencia, raramente y poco aprovecha a la  sociedad" (Metaloghicón 1,1, PL 199,327). Una enseñanza muy actual. Hoy, la  que Juan definía "elocuencia", es decir, la posibilidad de comunicar  con instrumentos cada vez más elaborados y difundidos, se ha multiplicado  enormemente. Con todo, tanto más sigue siendo urgente la necesidad de comunicar  mensajes dotados de "sabiduría", es decir, inspirados en la verdad, en  la bondad, en la belleza. Esta es una gran responsabilidad, que interpela en  particular a las personas que trabajan en el ámbito multiforme y complejo de la  cultura, de la comunicación, de los media. Y este es un ámbito en el que se  puede anunciar el Evangelio con vigor misionero.
 En el Metaloghicón Juan afronta los problemas de la lógica, en sus  tiempos objeto de gran interés, y se plantea una pregunta fundamental: ¿qué  puede conocer la razón humana? ¿Hasta qué punto puede corresponder a esa  aspiración que hay en cada hombre, es decir, la búsqueda de la verdad? Juan de  Salisbury adopta una postura moderada, basada en la enseñanza de algunos  tratados de Aristóteles y de Cicerón. Según él, ordinariamente la razón humana  alcanza conocimientos que no son indiscutibles, sino probables y opinables. El  conocimiento humano esta es su conclusión es imperfecto, porque está sujeto a  la finitud, al límite del hombre. Sin embargo, éste crece y se perfecciona  gracias a la experiencia y a la elaboración de razonamientos correctos y  concretos, capaces de establecer relaciones entre los conceptos y la realidad,  gracias a la discusión, a la confrontación y al saber que se enriquece de  generación en generación. Sólo en Dios hay una ciencia perfecta, que se comunica  al hombre, al menos parcialmente, por medio de la Revelación acogida en la fe,  por lo que la ciencia de la fe, despliega las potencialidades de la razón y hace  avanzar con humildad en el conocimiento de los misterios de Dios.
 El creyente y el teólogo, que profundizan en el tesoro de la fe, se abren  también a un saber práctico, que guía las acciones cotidianas, es decir, a las  leyes morales y al ejercicio de las virtudes. Escribe Juan de Salisbury: "La  clemencia de Dios nos ha concedido su ley, que establece qué cosas nos son  útiles conocer, y que indica cuánto nos es lícito saber de Dios y cuánto es  justo indagar
 en esta ley, de hecho, se explicita y se hace manifiesta la  voluntad de Dios, para que cada uno de nosotros sepa lo que es para él necesario  hacer" (Metaloghicón 4,41, PL 199,944-945). Existe, según Juan de  Salisbury, también una verdad objetiva e inmutable, cuyo origen es Dios,  accesible a la razón humana y que tiene que ver con la actuación práctica y  social. Se trata de un derecho natural, en el que las leyes humanas y las  autoridades políticas y religiosas deben inspirarse, para que puedan promover el  bien común. Esta ley natural se caracteriza por una propiedad que Juan llama  "equidad", es decir, la atribución a cada persona de sus derechos. De ella  descienden preceptos que son legítimos para todos los pueblos, y que no pueden  en ningún caso ser abrogados. Esta es la tesis central del Polycráticus, el  tratado de filosofía y de teología política, en el que Juan de Salisbury  reflexiona sobre las condiciones que hacen posible la acción de los gobernantes  justa y consentida.
 Mientras otros argumentos afrontados en esta obra están ligados a las  circunstancias históricas en las que fue compuesta, el tema de la relación entre  ley natural y ordenamiento jurídico-positivo, mediado por la equidad, es aún hoy  de gran importancia. En nuestro tiempo, de hecho, sobre todo en algunos países,  asistimos a un desapego preocupante entre la razón, que tiene la tarea de  descubrir los valores éticos ligados a la dignidad de la persona humana, y la  libertad, que tiene la responsabilidad de acogerlos y promoverlos. Quizás Juan  de Salisbury nos recordaría hoy que son conformes a la equidad sólo esas leyes  que tutelan la sacralidad de la vida vida humana y rechazan la licitación del  aborto, de la eutanasia y de las experimentaciones genéticas sin límites, esas  leyes que respetan la dignidad del matrimonio entre un hombre y una mujer, que  se inspiran en una correcta laicidad del Estado laicidad que comporta siempre  la salvaguarda de la libertad religiosa y que persiguen la subsidiariedad y la  solidaridad a nivel nacional e internacional. De lo contrario, acabaría por  instaurarse la que Juan de Salisbury define como "la tiranía del  príncipe" o, diríamos nosotros, "la dictadura del relativismo": un  relativismo que, como recordaba hace unos años, "no reconoce nada como  definitivo y deja como última medida sólo al propio yo y sus antojos"  (Missa pro eligendo Romano Pontifice, Homilía, "L'Osservatore Romano",  19 abril 2005).
  En mi Encíclica más reciente, Caritas in  veritate, dirigiéndome a los hombres de buena voluntad, que se empeñan para  que la acción social y política nunca sea desenganchada de la verdad objetiva  sobre el hombre y sobre su dignidad, escribí: "La verdad y el amor que ésta  comporta no se pueden producir sólo se pueden acoger. Su fuente última no es, no  puede ser, el hombre, sino Dios, o sea, Aquel que es Verdad y Amor. Este  principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que  ni una ni otro pueden ser sólo productos humanos; la misma vocación al  desarrollo de las personas y de los pueblos no se funda en una sencilla  deliberación humana, sino que está inscrita en un plan que nos precede, y que  constituye para todos nosotros un deber que debe ser libremente acogido"  (n. 52). Este plan que nos precede, esta verdad del ser debemos buscarla y  acogerla, para que nazca la justicia, pero podemos encontrarlo y acogerlo sólo  con un corazón, una voluntad, una razón purificados en la luz de  Dios.
En mi Encíclica más reciente, Caritas in  veritate, dirigiéndome a los hombres de buena voluntad, que se empeñan para  que la acción social y política nunca sea desenganchada de la verdad objetiva  sobre el hombre y sobre su dignidad, escribí: "La verdad y el amor que ésta  comporta no se pueden producir sólo se pueden acoger. Su fuente última no es, no  puede ser, el hombre, sino Dios, o sea, Aquel que es Verdad y Amor. Este  principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que  ni una ni otro pueden ser sólo productos humanos; la misma vocación al  desarrollo de las personas y de los pueblos no se funda en una sencilla  deliberación humana, sino que está inscrita en un plan que nos precede, y que  constituye para todos nosotros un deber que debe ser libremente acogido"  (n. 52). Este plan que nos precede, esta verdad del ser debemos buscarla y  acogerla, para que nazca la justicia, pero podemos encontrarlo y acogerlo sólo  con un corazón, una voluntad, una razón purificados en la luz de  Dios.
Nota: La traducción del italiano es de  Inma Álvarez.
© Libreria Editrice Vaticana