 Una resolución de la Contraloría ha invalidado la distribución de  la píldora del día después por intermedio de las municipalidades. La ira  «progresista» ha sido enorme, alcanzando a la verdad extremos que  sólo pueden explicarse por el apasionamiento extremo o la vulgar y silvestre  zoncera.
Una resolución de la Contraloría ha invalidado la distribución de  la píldora del día después por intermedio de las municipalidades. La ira  «progresista» ha sido enorme, alcanzando a la verdad extremos que  sólo pueden explicarse por el apasionamiento extremo o la vulgar y silvestre  zoncera.
 Para apreciar que no exagero, consideremos la historia de este asunto desde  un principio:
 1. Su origen es la intención y decisión de la presidencia  anterior y de la actual, en orden a establecer y facilitar el reparto masivo y  gratuito de la píldora citada por intermedio de los servicios de Salud a las  mujeres mayores de 14 años que la solicitaran, sin considerar los posibles  efectos abortivos del fármaco. Ellos, de ser ciertos, prohibirían ese reparto,  conforme a la Constitución y a la ley (Código Sanitario).
No obstante ser  ésta una objeción conocida, los dos últimos gobiernos concertacionistas han  insistido en imponer el reparto de marras a rompe y rasga, sin escuchar  previamente sino a dos entidades que sabían de antemano favorables (APROFA e  ICMER)
 y a nadie más. Nadie: ni universidades, ni sociedades científicas, ni  expertos, ni iglesias, ni partidos políticos, ni Congreso
 ¡ni siquiera el  gabinete presidencial! tuvo noticias de lo que se tramaba. Se quería que «el  golpe avisara». Conducta por lo demás antigua y típica de la  «pandilla» que busca controlar y hacer ingeniería social con los hábitos  reproductivos del país, y que está enquistada en el ministerio del ramo hace ya  muchísimos años.
 2.  Los opositores a la medida, así tratados a la baqueta no tuvieron sino la vía  judicial. Y en agosto de 2001, la Corte Suprema les dio la razón por sentencia  unánime y ejecutoriada.
 3. La respuesta del Gobierno fue estupefaciente, un  resquicio grosero: CAMBIARLE EL NOMBRE COMERCIAL A LA PILDORA, y continuar  repartiéndola.
 4. Ante ello, los opositores fueron al Tribunal  Constitucional. Éste, después de una larga y completa tramitación, acumulando  múltiples antecedentes y oyendo a todo el mundo que quiso ser escuchado, declaró  por mayoría absoluta y en sentencia ejecutoriada que la Constitución vedaba al  Estado el discutido reparto (abril de 2004). ¿Por qué? Principalmente porque  existía entre los expertos y estudios especializados una profunda radical y no  resuelta diferencia científica, relativa a una circunstancia clave: si "el  que está por nacer" de la Carta Fundamental, el ser humano  constitucionalmente protegido, era: A. El óvulo tan pronto fecundado, o B. El  óvulo ya anidado en el endometrio. En la primera alternativa, la píldora  destruía un ser humano, y resultaba inadmisible. En la segunda, no,  probablemente (pero sin certeza). Existía una «duda razonable» respecto  de la respuesta y alternativa verdadera. Duda que, por su carácter técnico, el  Tribunal, cualquier tribunal, no estaba en aptitud de resolver. Pero eso no lo  eximía de su deber legal de fallar. Sino que lo llevaba sin pronunciarse sobre  la disputa científica a acoger aquella tesis que de ninguna manera PODIA MATAR  AL QUE ESTABA POR NACER Y VIOLAR LA CONSTITUCION.
Era la antigua regla de  «en la duda abstente». Que no significa, como con sorpresa la escuché  decir por televisión a un politólogo, días pasados: «En la duda, haz lo que  quieras». Sino precisamente lo contrario: «Si dudas de la  permisibilidad ética de un acto, no lo hagas».
  5. ¿Cómo respondió el Gobierno? Con un nuevo resquicio
  en vez de gastar un momento y analizar los traspiés incurridos. El reparto  seguiría dijo, desafiantemente, pero ahora a cargo de las municipalidades, no  de los servicios de Salud. ¡Se anunciaron sumarios y recortes de fondos para el  alcalde que no aceptara distribuir la píldora! Era "poco confiable",  dijo el ministro del ramo (La Segunda, 5 de mayo de 2004).
5. ¿Cómo respondió el Gobierno? Con un nuevo resquicio
  en vez de gastar un momento y analizar los traspiés incurridos. El reparto  seguiría dijo, desafiantemente, pero ahora a cargo de las municipalidades, no  de los servicios de Salud. ¡Se anunciaron sumarios y recortes de fondos para el  alcalde que no aceptara distribuir la píldora! Era "poco confiable",  dijo el ministro del ramo (La Segunda, 5 de mayo de 2004).
Nada se obtuvo con  advertirle al Gobierno que, si a los servicios de Salud les estaba prohibido  repartir la píldora por ser órganos del Estado, el mismo carácter revestían los  municipios, a los cuales, además, les era imposible ese reparto sin celebrar  convenio con dichos servicios.
 6. Y pasó lo que tenía que pasar. La Contraloría, estos  días, vetó la distribución de la píldora por los municipios. El Estado no podía  hacer con una mano lo que el Tribunal le prohibiera hacer con la otra.
Gran  rabia «progresista», según anticipábamos.
 ¿Y de quién es la culpa de todos los fiascos vistos, si oímos a esos furiosos  pro píldora? ¿De la Corte Suprema, del Tribunal Constitucional, de la  Contraloría? NO, LA CULPA ES DE LA IGLESIA CATOLICA.
 ¡Cómo! dirán Uds. ¿De la Iglesia, nunca consultada, ni siquiera oída sobre  este tema, en los siete o más años de disparates que he narrado? ¿La Corte  Suprema, el Tribunal Constitucional, la Contraloría
 son órganos de la Iglesia?  ¿Declaran el derecho según lo que la Iglesia les dice? ¿Ella los maneja, sin  siquiera intervenir en ninguno de esos recursos?
 Lo  único que la Iglesia ha hecho es manifestar clara y públicamente su posición.  ¿Se le negará ese derecho? ¿A quién coacciona con ello? ¿Qué armas tendría para  coaccionar?
 Las manifestaciones de la hirviente cólera «progresista» por el  asunto de la píldora han sido muchas. Escojo como significativa la del  rector/columnista de El Mercurio, el último domingo.
  Contiene una extensa y confusa perorata general contra la Iglesia  y su doctrina, que incluye lugares comunes muy manidos y bromas  «gruesas», todo impropio en un escrito que se supone de pensamiento y  dirigido a personas cultas. Ratifican la ignorancia enciclopédica del columnista  sobre el catolicismo, al cual culpa de «sempiterna enemistad con el cuerpo»,  «condena de la homosexualidad (incluso si involuntaria)», y otros defectos  que hoy no se leen sino en viejos almanaques anticlericales.
Contiene una extensa y confusa perorata general contra la Iglesia  y su doctrina, que incluye lugares comunes muy manidos y bromas  «gruesas», todo impropio en un escrito que se supone de pensamiento y  dirigido a personas cultas. Ratifican la ignorancia enciclopédica del columnista  sobre el catolicismo, al cual culpa de «sempiterna enemistad con el cuerpo»,  «condena de la homosexualidad (incluso si involuntaria)», y otros defectos  que hoy no se leen sino en viejos almanaques anticlericales.
 Pero todo lo anterior, sin duda lastimoso, es sólo envoltorio de lo  sustancial de la columna que comento y que puede resumirse así:
    - "No vale la pena engañarse, el debate sobre    la píldora no es ni de índole legal ni de naturaleza estrictamente médica
    (sino, sobre todo) de cuál debe ser la posición que tendrá la doctrina de la    Iglesia Católica en el espacio público". "Qué fuerza orientadora se le    reconocerá a ese punto de vista: si se le conferirá fuerza coactiva mediante    la ley o si, en cambio, se le dejará entregado a su mera capacidad    persuasiva". 
Advirtamos que, en un "debate" cuyo fondo es médico, legal y ético,  el columnista omite indicarnos cuál es la postura de la Iglesia en tales  respectos. Así se libra de confirmarla o refutarla. Fácil, elegante, ingenioso
  pero todos nos damos cuenta del vacío argumental.
 Luego, la posición "en el espacio público" de la Iglesia y de sus  puntos de vista no la determinará ella, ni menos el rector/columnista, sino la  opinión de los chilenos, ejercitada en democracia, a los cuales convenza con sus  argumentos. Y lo obtendrá mediante su "capacidad persuasiva", como  siempre ha sido y más que nunca hoy, que reitero no tiene ninguna otra arma.  Si los puntos de vista doctrinarios de la Iglesia se traducen en leyes, será  formal y sustancialmente conforme a la Constitución, y el rector/columnista  tendrá que cumplirlas (aunque no le gusten), igual que los católicos debemos  cumplir leyes, como la de divorcio, que estimamos profundamente dañinas.
    - Aunque lo diga de modo vago y confuso, el    artículo que comento parece temer que la Iglesia quiera quitar a los    ciudadanos "la autonomía para decidir los casos límites EN LA ESFERA DE SU    INTIMIDAD", y su "libertad de conciencia", otra vez "EN LA    ESFERA DE SU INTIMIDAD", y que "descree de la autonomía de los    ciudadanos". 
 Nuevamente, se trata de cargos y suposiciones que carecen de la  menor base. La moral de la Iglesia le permite calificar los actos "de los  ciudadanos" como buenos o malos, en abstracto, pero sin que ella propicie  ni practique introducirse en la conciencia ni en la intimidad de nadie.
Nuevamente, se trata de cargos y suposiciones que carecen de la  menor base. La moral de la Iglesia le permite calificar los actos "de los  ciudadanos" como buenos o malos, en abstracto, pero sin que ella propicie  ni practique introducirse en la conciencia ni en la intimidad de nadie.
 PERO NO ES ESTA LA POLEMICA (y por eso el rector/columnista la evade). La  Iglesia, a la mujer que toma una píldora que puede ser abortiva, sólo le  representa en general, o particularmente oyendo su confesión para que juzgue y  decida en su intimidad y conciencia la inmoralidad objetiva del acto. Es al  Estado que la Iglesia manifiesta que no puede, en moral ni en derecho, difundir  esa píldora gratuita y masivamente. Y la Corte Suprema, el Tribunal  Constitucional y la Contraloría le han dado la razón. Quisiéramos oír sobre esto  al rector/columnista. Quisiéramos nos dijera si iría contra la  "conciencia" e "intimidad" de las "ciudadanas" que el  Estado no les repartiera gratis una píldora RECONOCIDAMENTE ABORTIVA. Mientras  tanto, consideraremos sólo una cortina de humo y una de dudoso gusto que se  solace recordando las «barrabasadas» de ciertos sacerdotes.
 
Nota: Este artículo fue publicado  originalmente por La Segunda.