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 Reflexionar        sobre ética, política y democracia en tiempos de globalización exige no        solo recordar al viejo debate, siempre actual, sobre las relaciones de la        política con la ética, sino a la vez analizar las circunstancias de la        realidad socio-cultural de nuestros países que condicionan o influyen la        moralidad de su vida política, como también sugerir posibles criterios u        orientaciones para afianzarla y mejorarla. Por consiguiente, dividiré esta        relación en tres partes: 1) Vigencia de la ética en la        política;  2) Aspectos socio-culturales        que condicionan la política en la realidad latinoamericana y que impactan        en la democracia; 3) La        incidencia de la globalización en el análisis de estas        cuestiones. Vigencia        de la ética en la política Es necesario        recordar aquí la vieja polémica acerca  de si la política debe o no        someterse a patrones éticos o, en otros términos, si la moral es o no        aplicable en el ámbito de la actividad política. Si se cree,        como Maquiavelo, que la política es una actividad ajena a la moral, en la        que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante        es el éxito, el debate que nos ocupa carece de sentido. Lo que vale es        solamente el poder. Debemos        admitir, aunque nos repugne, que esta lógica tiene bastante vigencia  en la realidad. El éxito en        política se mide habitualmente por la posesión del poder. Los triunfos        en política, por lo menos formalmente y en el corto plazo, consisten en        ganar poder.  
 El poder        constituye la gran tentación de los políticos. Incitados por esa        tentación, muchos de ellos gastan a menudo sus mayores esfuerzos y suelen        incurrir en sus peores renuncios para alcanzarlo o conservarlo. Cuando se        está lejos del poder, éste aparece como la palanca mágica que abre los        caminos a todos los proyectos. Los partidos políticos que están en la        oposición, confían que el acceso al gobierno les permitirá realizar los        cambios que postulan. Los revolucionarios imaginan que les bastara        conquistar el poder para llevar a la practica todas sus utopías. Pero tan pronto se alcanza esa        meta se advierte que, aun estando en el gobierno, no se puede hacer todo        lo que se quiere. Entonces el poder del gobierno se aprecia escaso y suele        comenzar una nueva lucha por acrecentarlo. Los nuevos gobernantes, cuando        se sienten entrabados para realizar sus propósitos, se empeñan en utilizar        el poder alcanzado con las múltiples posibilidades que proporciona- para        eliminar o reducir los obstáculos que significa la oposición, generalmente        con el sano propósito de facilitar el cumplimiento de los objetivos de        bien público del gobierno. En las democracias, el riesgo de        estas tentaciones es generalmente débil, por el freno que imponen las        reglas propias del Estado de Derecho, el ejercicio de las libertades de        información y de opinión y los mecanismos de fiscalización o control        político y jurídico a que está sometida la actuación del gobierno. En la        misma medida en que estas libertades y controles son cercenados o        suprimidos, crece inevitablemente la tendencia al abuso del poder. La        historia de las dictaduras esta plagada de sórdidas maquinaciones,        peculados, enriquecimientos sorprendentes y crímenes horrendos. La de los        regímenes totalitarios muestra hasta qué punto y de qué maneras el        fanatismo ideológico conduce al aplastamiento y destrucción del hombre por        el Estado. Es la lógica inevitable de la política del poder, en que el fin        justifica los medios y para cuyo éxito Maquiavelo aconseja a su Príncipe        aprender a no ser bueno. Por eso Lord Acton afirma que el poder tiende        a corromper y el poder absoluto tiende a corromperse absolutamente. El anhelo de poder, junto con la        avaricia o inmoderado afán de enriquecimiento fácil, se convierten en los        principales factores de la corrupción que tanto amenaza y daña a los        Estados y a las sociedades. Para defenderse de esas lacras son necesarios        mecanismos políticos, administrativos y jurídicos como la separación de        los poderes, base de todo ordenamiento democrático, que Montesquieu        propuso precisamente para que el poder detenga el poder, los sistemas de        publicidad y control de la gestión pública política y administrativa- y        los mecanismos de responsabilidad de los gobernantes y servidores        públicos. Pero por        eficaces que sean estos medios, no van al fondo del problema. Los riesgos        de corrupción y de abuso del poder público solo podrán erradicarse        mediante un cambio cultural sobre la naturaleza y fin de la política.        Mientras se crea, como Maquiavelo, que la política es una actividad ajena        a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo        único importante es el éxito, consistente en ganar, conservar y acrecentar        el poder, fin cuyo logro justifica cualquier medio, esos riesgos de        corrupción y abuso mantendrán viva su amenaza. Si, a la        inversa admitimos que la política, en cuanto forma de actividad humana,        esta regida por la ética, que se ocupa precisamente de los actos humanos        en cuanto al bien o al mal que ellos entrañan, tendremos que admitir que        el fin de ella no es el poder sino el bien común, con respecto al cual el        poder no es más que un medio a su servicio, y que este medio es siempre        limitado por la dignidad de la persona humana, cuyos derechos esenciales        debe no solo respetar, sino también promover. Planteadas        las cosas en esta perspectiva, cambia el concepto de lo que en política se        entiende por verdadero éxito. A la pregunta ¿qué saco con servir al pueblo        si pierdo el gobierno? han de oponerse interrogantes como las siguientes:        ¿tiene éxito un gobierno que lleva a su pueblo a la desgracia, pero logra        mantenerse en el poder, o el político cuya conducción divide a su nación y        la sume en el odio y la violencia, si logra conservar el poder? ¿lo tiene        el que mejora las condiciones de vida de su pueblo, aunque pierda el        poder, o el que prefiere ceder el paso a un adversario a cambio de salvar        la unidad de su nación y lograr la paz social? Objetivamente, la razón nos dice que un gobierno tiene éxito cuando        su política y sus realizaciones satisfacen las aspiraciones más sentidas        de su pueblo, le permiten vivir en paz, justicia, libertad y bienestar y        significan progreso, independencia y prestigio para su Nación. Eso es lo        importante para el país y no para quien detente el gobierno. 
 En su ensayo sobre El final del        Maquiavelismo, Maritain nos previene contra la ilusión del éxito        inmediato. Sostiene el que cuando Maquiavelo afirma que el mal y la        injusticia tienen éxito en política, se refiere al éxito inmediato,        circunscrito a la duración de la actividad del príncipe o gobernante. Pero        Maritain cree que la dialéctica eterna de los triunfos del mal los        condena a no ser duraderos. Para hablar de verdadero éxito hay        que tomar en cuenta la dimensión del tiempo, la duración propia de las        transformaciones históricas de las naciones y Estados, lo cual excede        considerablemente la vida de un hombre. Y con mucha fe afirma que la        justicia trabaja por medio de su propia causalidad, hacia el bienestar y        el éxito en el futuro, tal como una savia sana trabaja hacia el fruto        perfecto; mientras que el maquiavelismo trabaja, por su causalidad propia,        hacia la ruina y la bancarrota, tal como el veneno en la savia trabaja        hacia la enfermedad y la muerte del árbol. Pero, como el mismo Maritain        enseña, los principios de la moral no son ni teoremas ni ídolos, sino        reglas supremas de una actividad concreta dirigida a una obra que ha de        realizarse en circunstancias determinadas y, en definitiva, mediante las        reglas de la virtud de la prudencia, nunca trazadas de antemano, que        aplican los preceptos éticos a los casos particulares, en el medio        ambiente, con una voluntad concretamente recta
 La política, en        particular, tiende al bien común del cuerpo social; esta es su medida. Ese        bien común es un bien principalmente moral y por ello es incompatible con        todo medio intrínsecamente malo. Mas, por lo mismo que representa la recta        vida común de una multitud de seres débiles y pecadores, exige también que        para procurar lograrlo se sepa aplicar el principio del mal menor y        tolerar ciertos males cuya prohibición acarrearía males mayores. Y al        respecto agrega: El temor a mancharnos por penetrar en el contexto de la        historia no es virtud, sino una manera de escapar de la virtud. Algunos parecen creer que meter        nuestras manos en ese universo real y concreto de las cosas humanas, donde        existe y circula el pecado, es en si un pacto con el pecado, como si este        se contrajera desde fuera y no desde dentro. Esto no es mas que un purismo        farisaico; no es la doctrina de la purificación de los medios. De lo dicho        se sigue otra conclusión, relativa a la importancia de los derechos        humanos en cuanto limite al ejercicio del poder político. Si admitimos que        dicho poder no es más que un medio para buscar el bien común y que este es        el bien de una comunidad humana, es decir, de una multitud de personas        cada una de las cuales constituye en sí mismo un todo que, aunque en        ciertos aspectos forma parte de la sociedad política, en lo que respecta a        su dignidad espiritual y a su destino último lo trasciende, debemos        necesariamente concluir que el poder del Estado, órgano secular de la        sociedad política, no es absoluto frente a las personas. | 
Ex Presidente del Instituto Internacional del Ombudsman.
Ex Ministro de Justicia de la Nación Argentina.
Doctor en Jurisprudencia.
Consultor Internacional del Alto Comisionado de los DDHH.
Profesor Titular de Derecho Administrativo.
www.jorgeluismaiorano.com jmaioran@fibertel.com.ar
 
Director
Renato Sánchez 3586 * Dpto.10
Las Condes * Santiago * Chile
T: (56-2) 245 1168
 En una democracia, triunfa el partido que en        las elecciones logra una mayoría capaz de asegurar el gobierno y triunfa        el político que es llamado a gobernar. Y en un régimen de facto, triunfa        el caudillo que en un golpe de Estado usurpa el poder y el dictador que        por cualquier medio prolonga su gobierno.
En una democracia, triunfa el partido que en        las elecciones logra una mayoría capaz de asegurar el gobierno y triunfa        el político que es llamado a gobernar. Y en un régimen de facto, triunfa        el caudillo que en un golpe de Estado usurpa el poder y el dictador que        por cualquier medio prolonga su gobierno.         Por lo demás, para hablar de verdadero        éxito es necesario apreciar los acontecimientos con sentido histórico, en        términos de la vida de la Nación y no de la vida de un hombre. Lo que        mirado hoy, con ojos de presente, parece éxito, puede resultar un desastre        proyectado en el tiempo.
Por lo demás, para hablar de verdadero        éxito es necesario apreciar los acontecimientos con sentido histórico, en        términos de la vida de la Nación y no de la vida de un hombre. Lo que        mirado hoy, con ojos de presente, parece éxito, puede resultar un desastre        proyectado en el tiempo. 
 
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