EN BARCO | Por el MediterráneoCAPÍTULO 5: ESCALA EN BARI
-    Tras un intenso programa matinal, el crucero llega a la ciudad italiana donde estalló el último escándalo de Berlusconi
-    10.08.09 -
 
  Las callejuelas de Bari desprenden un aroma  mediterráneo./ FOTOS: ÍÑIGO DOMÍNGUEZ 
 
  También hay espacio para los viajeros solitarios en la  cubierta del barco.
 
  El polémico hotel de Patricia  D'Addario.
 
  El viajero se halla en la piscina del puente nueve (Libra) a las  nueve de la mañana. En la sesión de despertar muscular. Consiste en tumbarse en  una colchoneta con música de ocarina ante imágenes de bosques en la pantalla  gigante. A veces sale un pato. Si están pensando que es absurdo no se preocupen,  están en su sano juicio. Es que en el crucero rige una vida paralela. Todo cobra  más sentido a las 9.45 horas. Empieza la clase de baile. Hoy, chachachá. Ante un  auditorio de curiosos despatarrados en tumbonas. Hay mucho mirón, como el  viajero. Sigue apareciendo el pato. 
 De todos modos en estos actos participa una minoría. Debe de haber  una mayoría silenciosa que va a lo suyo y aprovecha las escalas. Visto así el  crucero es más normal. En realidad es una cosa bonita, pero aquejada de  gigantismo y con pulsiones kitsch. El viajero se cruza a pasajeros de mirada  escéptica. Aún así ya intuye que tendrá lectores cruceristas ofendidos. También  tiene conocidos que van de crucero y se lo pasan en grande. Piensa cobardemente  en las virtudes de la autocensura mientras sigue la demostración humeante de  cocina con nitrógeno líquido. A la misma hora del curso de flores de papel y la  actividad 'Juguemos al fútbol tenis'. Hay deportistas y señoras asfixiadas  corriendo en la pista en torno a la chimenea. Y este programa tan intenso sólo  hasta las 11.30, llegada a Bari. Primera escala, muy breve, de seis horas.  Antes, el viajero tiene su propio plan: seminario gratuito del centro de belleza  sobre cómo perder peso rápidamente, y a él le corre prisa. 
 Sube al puente once (Virgo) y la conferencia ya ha empezado. Es en  una sala del gimnasio y le dan un balón gordo para sentarse. Recuerda que su  profesor de gimnasia los llamaba medicinales. A lo mejor se empieza por ahí. Hay  una decena de personas, casi todo mujeres, que escuchan al monitor, un italiano  con una pizarra. Su jerga es muy científica y el viajero aprende cosas  increíbles, todas terribles. ¿Sabían que ingerimos 20.000 toxinas al día? El  ejercicio no basta para desintoxicarse y se acaba con retención hídrica, aunque  ya no se acuerda cómo. «Uno se tiene que preguntar: ¿cuánto soy tóxico?»,  concluye el monitor. Qué pregunta tan puritana. El viajero no tiene ningún  interés en saberlo. 
 Sin embargo, una vez planteados tan trascendentales problemas, la  conferencia se acaba de golpe. No dan la solución. Mejor dicho, para que te  digan qué hacer hay que pagar. Por 25 euros someten a un test especial para  saber cuánta agua sobra y asignar un tratamiento. «No pierdan esta ocasión»,  advierten. El viajero mira su cuerpo como una masa tóxica que conspira contra  él. 
 Pese al sermón, sale con hambre. Como se entere el monitor se la  carga. Sólo ha tomado un café y un cruasán que le han llevado a la habitación.  Gratis, eso está muy bien. Le entran ganas de hacer un segundo desayuno, como  los hobbits, porque en el barco se puede comer a todas horas. Toneladas de  comida gratis. Si uno no sabe qué hacer, pues se pone a comer. Naturalmente,  lejos de la órbita del centro de belleza. Así se prepara para bajar a Bari. Hay  gente que no va. Dice que no tiene nada que ver y además es peligroso. 
 El viajero se planta en Bari Vecchia, Bari Vieja, en cinco minutos,  aunque el taxista le cobra doce euros. Dice que es la tarifa fija. Para la  ciudad los cruceros son un buen negocio. Llegan seis a la semana. El viajero va  a lo seguro y saca como tema de conversación a Cassano, nacido en el barrio. El  taxista se anima: «¡Jugaba de pequeño en esta misma plaza!». Sobre su carácter  sentencia, con patetismo del sur: «Cada uno es causa de su propio mal». El  barrio viejo tiene fama legendaria de muy peligroso. ¿Lo es? «Relativamente»,  dice el taxista. Pero al viajero le parece muy tranquilo. Idílico, si no fuera  por el trenecito turístico. En la plaza de la catedral hay una docena de  chavales, tipo Cassano, con sus ciclomotores haciendo bromas. Pueden ser genios  o delincuentes. 
 Occipucio de San Gregorio 
 El barrio viejo de Bari es precioso, de casitas blancas y calles  estrechas, gemelo de un pueblo andaluz, croata o griego. El Mediterráneo ha  creado una hermandad de carácter en un área vastísima que da al visitante un  aire familiar, de haber estado antes. Hay sillas en las puertas. Conversaciones  de señoras. Hombres piropeando a las turistas. Ropa tendida y tiendas de toda la  vida. En contraste con la luz, la oscuridad de las iglesias. El viajero, que  siente aún su toxicidad, entra en la catedral a ver si se purifica. 
 Como en todo el sur de Italia, o en Venecia, hay pasión por las  reliquias. Bari ganó a Venecia en la carrera por el cuerpo de San Nicolás, pero  en la catedral también hay una Santa Colomba que da muchísimo miedo y paquetitos  de huesos de San Valeriano y San Teodoro. En la basílica de San Nicolás ya se  salen: un trozo de la esponja de la Pasión, una espina de la corona de Cristo,  el occipucio de San Gregorio Magno y un diente de María Magdalena, entre otros.  Las reliquias eran como los cromos. 
 Esto de la necrofilia le recuerda al viajero la fascinante historia  del pene de Tutankhamon. Es el gran misterio de la famosa momia, ni maldición ni  nada. Leyendo un libro sobre embalsamación emergió un párrafo deslumbrante: «Se  reservaban cuidados particulares a los genitales masculinos. El pene de  Tutankamón fue momificado en modo de simular una completa erección.  Extrañamente, tiempo después de la retirada de las vendas del joven rey, su  miembro fue robado y no ha sido encontrado. El robo tuvo lugar probablemente en  la Segunda Guerra Mundial». Para que luego digan que la cultura no es  entretenida. El viajero sueña a menudo con un 'Indiana Jones en busca del pene  perdido'. 
 Pero en Roma encontró una historia aún mejor: la increíble majarada  del Santo Prepucio. Uno de los mejores relatos de la fantasía católica, sin  'Código Da Vinci'. El viajero siente mucho respeto por el hecho religioso, no  tanto por lo que se ha hecho con la religión. La historia empieza con un  razonamiento muy lógico, como lo de que Adán y Eva no tenían ombligo: Jesús era  judío, luego fue circuncidado, luego su prepucio se quedó en tierra. Es decir,  habría por ahí un trocito de su carne. Una bomba. En fin, con una estupidez así  han discutido teólogos y embaucadores de todos los tiempos. ¿Resucitó con un  nuevo prepucio? ¿Desapareció el otro? Menos mal que intervino gente seria, como  el teólogo Leo Allatius, bibliotecario del Vaticano en el siglo XVII. Zanjó la  cuestión diciendo que el Santo Prepucio había ascendido al cielo y, es más, se  había convertido en los anillos de Saturno. 
 Este aplastante razonamiento echaba por tierra el magnífico camelo  de las reliquias, pues unos 18 templos de toda Europa aseguraban tener el  prepucio. Al final quedó uno, el oficial, en el Sancta Sanctorum de Roma. Pero  un lansquenete alemán lo robó en el saqueo de 1527. Por suerte, le pillaron en  Calcata, un pueblecito de las afueras, y allí quedó la reliquia. Había  indulgencia plena de diez años por visitarla y se sacaba en procesión el 1 de  enero, día de la Santa Circuncisión. No está mal para un prepucio. Como en la  Ilustración el cachondeo ya era general la Iglesia prohibió hablar del tema bajo  pena de excomunión y en los sesenta eliminó la fiesta. ¡Cuánto daño han hecho la  razón y la Ilustración a la fe, si ya lo dice Benedicto XVI! Aunque los vecinos  de Calcata seguían saliendo con su prepucio en alegre procesión en plenos años  ochenta. Un día, por desgracia, se lo robaron, como el pene de Tutankamón. No  somos nada, piensa el viajero. De repente, por una incomprensible asociación de  ideas, se acuerda de Berlusconi. Es en Bari donde nace su último escándalo  sexual, con una tal Patrizia D'Addario, prostituta de 42 años, vecina de la  localidad. 
 En el Ikea 
 El viajero se percata con tardía lucidez de que se halla en el  epicentro del misterio y sólo le quedan tres horas. Como siempre, no se entera  de nada hasta que lo tiene ante sus narices. Esta chica, Patrizia, dice que se  acostó con Berlusconi porque esperaba que le ayudara con un proyecto de un  hotel, parado desde hace años por la burocracia. Es decir, este inmueble es el  móvil profundo del escándalo pues, asegura, nadie le paga y ha destapado sus  noches locas con el primer ministro porque le prometió arreglarlo y no lo hizo.  
 Para el viajero, no obstante, la cuestión central es otra: este  hotelito sería la razón decisiva por la que una mujer en pleno uso de sus  facultades se acuesta con un elemento como Berlusconi. Para el viajero es un  misterio insondable. ¿Cuál es el secreto de la atracción de este hombre? Se  imagina que el hotel será, cuando menos, más fabuloso que uno de Dubai. Hay que  verlo para arrojar luz, si no sobre el escándalo, al menos sobre la condición  humana. Además está tirado en Bari a la hora de comer, con todo cerrado. Por fin  tiene un caso, como Poirot en sus cruceros. 
 Avezado en el periodismo de investigación, el viajero usa una  técnica sofisticada que sólo deben de enseñar en los másters más caros, esa  ingeniosa idea de nuestro tiempo que consiste en que los medios cobren por dar  trabajo. Para un taxi y dice: «A la casa de Patrizia D'Addario, por favor». El  taxista deduce que es periodista. Las peores especies se reconocen cuando se  ven. Cree que vive por el barrio de Japigia, en las afueras. Van para allá. Es  una zona humilde y deprimente de bloques de edificios entre descampados que  termina en el Ikea. Unas señoras le dicen que Patrizia nació allí, pero luego se  mudó al centro, en Via Trevisani. 
 Una vez allí al viajero le indican su peluquería. Champú y corte  cuestan de siete a diez euros, depende de si el pelo es largo o corto.  Baratísimo. El viajero calcula si le sale mejor ir allí en tren a cortarse el  pelo cada vez. Enfrente de su portal, ve una agencia fotográfica. Dentro, la  preside una gran foto del 'Vlora', el barco imposible que llegó el 6 de agosto  de 1991 al puerto de Bari cargado con más de 20.000 albaneses desesperados. Una  de las imágenes del siglo XX. Pero se le había olvidado. La Historia se  traspapela enseguida. Entabla conversación con uno de la agencia. Es la más  importante de Bari y bromean sobre el hecho de que tenían enfrente de sus  narices la noticia y no lo sabían. Como el viajero. 
 Son muy amables y le dan las indicaciones para llegar al famoso  hotelito de Patrizia D'Addario, aunque es un poco rebuscado y está lejos. A  media hora. El viajero se extraña, porque queda muy a desmano. Además le  preguntan para qué quiere ir si allí no hay nada, es una zona donde está  entrando la mafia y últimamente hay muertos. Mira el reloj y ve que tiene el  tiempo muy justo. Si el taxista no se pierde será ir, estar dos minutos y volver  a toda prisa. El viajero ya piensa que va a perder el barco a la primera. Pero  hay que arriesgarse, como haría Indiana Jones por el pene perdido o, en este  caso, por el misterio del pene mandamás incomprensible. 
 El taxista conduce con pachorra absoluta. El coche se aleja de Bari  entre andurriales y cultivos. Es un paisaje anodino, feo. El viajero empieza a  pensar que se han equivocado de camino. Nadie construiría un hotel allí, a media  hora de Bari, en medio de la nada. Luego giran por una carreterucha comarcal. El  viajero ve un búnker de la Segunda Guerra Mundial. Ahora recuerda haber leído  que el bombardeo del puerto de Bari fue el mayor desastre de la guerra tras  Pearl Harbour. Pero de los segundos de la Historia no se acuerda nadie. También  se le había olvidado. El viajero piensa que lleva encima una ignorancia que debe  disimular a toda costa. 
 Según las indicaciones, es una casa roja a medio hacer, con un  campo de fútbol abandonado. De repente la ven. El taxista para el coche. El  viajero se baja atónito ante un triste esqueleto de casa, empezada en 1973, que  está lejos de todo. Hace unas fotos. ¿Uno se acuesta con Berlusconi por... esto?  El viajero se agarra a la reja. No entiende nada. Quizá la explicación es que  esta chica ha tenido una vida difícil, o que está desesperada, o que está mal de  la cabeza, o que miente. Aunque dice que su padre se suicidó por no poder  terminar esta casa y ahora es su obsesión. 
 Los resortes que mueven a una persona son un enigma. El misterio de  Bari, de Berlusconi, de Italia, es irresoluble. Berlusconi, un señor que empezó  de cantante de cruceros. Eso debe de marcar. El taxista pita y el viajero sale  de su estupor con el pánico de perder el barco. Con la misma pachorra llegan  diez minutos antes de zarpar. El viajero, ese ser tóxico, lo ha vuelto a  conseguir.
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Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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