Coleccionistas de Constituciones
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO. Rector de la Universidad Rey Juan Carlos
LA pasión por el coleccionismo es consustancial al hombre. Éste colecciona desde siempre y además prácticamente cualquier cosa. Desde los sencillos utensilios domésticos y los rudimentarios pinceles usados en las cuevas de Gargas, Lascaux, Niaux o Altamira hasta las rabiosamente modernas instalaciones en la Modern Tate Gallery y la DIA Art Center. Si bien las grandes colecciones son habitualmente el fruto de una vida consagrada -como un sacerdocio laico- a la incansable búsqueda, irresistible adquisición y exhibición triunfante de las joyas finalmente conquistadas. ¡No hay pausa ni límites, iniciada la caza!, diría Sherlock Holmes, asimismo aventajado coleccionista: en su caso de los peores criminales victorianos. Una pulsión irrefrenable y hasta compulsiva -¡si es un coleccionista de verdadero fuste!- que no respeta a nadie ni nada: mezquindades inconfesables, codicias sin freno, excentricidades inverosímiles, engaños vergonzantes y hasta asesinatos -como Doménica, la mujer del marchante Paul Guillame- tal y como relata John Richardson en su obra Maestros sagrados, sagrados monstruos. «Instintos de coleccionistas -denunciaba Pérez Galdós- que son variantes de la avaricia».
En el coleccionismo sobresalen financieros, humanistas, políticos, nobles y reyes, nos informan María Dolores Jiménez Blanco y Cindy Mack en su libro Buscadores de belleza. Entre los financieros, destacan Archer Huntington, fascinado por lo español y fundador de la Hispanic Society of America -recuerden las pinturas encargadas a Sorolla que se pueden admirar hoy en la Exposición Visiones de España en Valencia-; la furia compradora del banquero norteamericano Morgan; el gigante industrial Frick; el acaudalado barón Thyssen y su colección asentada entre nosotros tras abandonar Villa Favorita; la insaciable Peggy Guggenheim; los misteriosos Rothschild; la búsqueda de la belleza por la elegante Isabella Stewart Gardner. Pero no todos son ricos. También hay humanistas: desde el lenguaraz Pietro Aretino, el historiador italiano Bernard Berenson y el mecenas José Lázaro Galdiano. Políticos como el filantrópico Francesc Cambó. Por supuesto, marchantes, pintores y troupe artística varia: el inteligente marchante Guillaume, el obsesivo Edgar Degas, la emblemática Gertrude Stein y Picasso, ¡también en esto!, parte de cuya colección particular (sus matisses, renoirs y cezánnes) se encuentra visibles hoy, Picasso y su colección, en el Museo Picasso de Barcelona. Personajes asimismo inclasificables como el bestial doctor Barnes y el sabueso Douglas Copper. Y, en fin, nobles, como los marqueses de Leganés y de Carpio y, sobre todo, príncipes y reyes: los duques de Mantua, Carlos I de Inglaterra y Felipe II y Felipe IV. ¡Sin este último El Museo del Prado no sería lo que es!
Pero a tan insigne coleccionismo de arte se le ha unido otra modalidad más solapada, pero también relevante. ¡Les adelantaba que los humanos coleccionamos de todo! Hay, créanme, coleccionistas de Documentos constitucionales. Un millonario norteamericano se hacía así por casi quince millones de euros con una de las copias originales de la Carta Magna, suscrita entre el impopular Rey Juan sin Tierra y los rebeldes barones ingleses, un lejano 15 de junio de 1215. El documento, redactado en latín sobre un pergamino de piel de oveja, datado el 12 de octubre de 1297 y con el sello del Rey Eduardo I, era la única copia aún existente en manos privadas. Un texto donde se protegen precursoramente ciertos derechos frente al poder casi omnímodo del Monarca, se amparan las libertades eclesiásticas y se consagra el habeas corpus: «...por la presente Carta hemos confirmado para Nos y nuestros herederos a perpetuidad que la Iglesia inglesa sea libre, conserve todos sus derechos y no vea menoscabadas sus libertades. Que así queremos que sea observado resulta del hecho de que por nuestra libre voluntad, antes de surgir la actual disputa entre Nos y Nuestros barones, concedimos y confirmamos por carta la libertad...».
¡El fetichismo llega, en suma, hasta el ámbito de los textos señeros del Derecho Constitucional! Hemos descubierto el denominado coleccionismo constitucional. Un coleccionismo caracterizado por dos principales rasgos.
En primer término, se trata de documentos constitucionales emblemáticos. Sus dos ejemplos más codiciados serían -de ser adquiribles- la Declaración americana de Independencia y la Declaración francesa de derechos. Pero ambos están extra comercium, al hallarse en manos públicas. De la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 4 de julio de 1776 podríamos evocar su doctrinario encabezamiento: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados...». Y de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, traemos a la memoria su introductoria apelación evocadora de las nuevas aspiraciones: «Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea, considerando que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre...».
Lo mismo se podría predicar -excuso decirlo- de la Carta Magna de 1215, la Eva de las Declaraciones. Y, ¡no podemos olvidarla!, la Constitución norteamericana de 1787, que arranca con su entusiasta admonición popular: «Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer Justicia, afirmar la tranquilidad interior, proveer la Defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, estatuimos y sancionamos esta Constitución para los Estados Unidos de América». Y, entre nosotros, ¡la ejemplar Constitución de Cádiz de 1812!, la Pepa, de contrastada influencia en el constitucionalismo decimonónico y en la Iberoamérica independentista. En ella descuellan dos preceptos: «La Nación española -dice el artículo 1- es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», y su revolucionario artículo 3: «La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». «Formamos una sola nación -argumentaba Argüelles- y no una agregación de naciones».
Por mi parte, yo también me sumé modestamente en su momento al coleccionismo constitucional. Para la ocasión escogí, ¡claro que sí!, la Constitución de 1978. En 1980 emprendía una ya hoy no tan modesta colección -¡también soy, en tanto que coleccionista, vanidoso!- de diferentes formatos de nuestra Ley de leyes. Entre ellas despunta no obstante un ejemplar en piel dedicado por nuestros siete Padres constitucionales en 2003 al hilo de la conmemoración del veinticinco aniversario de la Constitución, bajo la presidencia de los Reyes, en la Universidad Rey Juan Carlos.
Y, en segundo lugar, todos los reseñados documentos constitucionales comparten una ideología de progreso: su decidida voluntad de defender la libertad, conquistar la justicia, propugnar la igualdad, aspirar a la felicidad, amparar los derechos fundamentales, afianzar la democracia y postular la separación de poderes. ¡Quizá si otros ciudadanos se iniciaran en el referenciado coleccionismo constitucional ayudaríamos a impulsar el necesario sentimiento constitucional. ¡Yo, como coleccionista, cedo temporalmente mi colección!