El diario conservador francés Le Fígaro —el más leído en el país galo, según las acostumbradas encuestas sobre la prensa—, publicó recientemente que la crisis de confianza entre los ciudadanos y sus líderes en las potencias occidentales sigue creciendo. Se asegura que nada parece detener la caída de la popularidad del presidente François Hollande, quien representa la gestión de poder del Partido Socialista, la antigua socialdemocracia francesa.
Para tener una idea de la crisis del liderazgo político, se expone que, en los últimos meses, François Hollande debió conformarse con un índice de aceptación de la opinión pública que oscila entre el 15 y el 20 %, una cifra bien por debajo de las obtenidas por su antecesor de derecha, Nicolás Sarkozy, quien sobresalió en su condición de presidente más impopular de la política francesa en la V República, aunque, paradójicamente, su partido se denomina Unión por un Movimiento Popular (UMP).
A poco más de un año y medio después de su elección, François Hollande es desafiado por los ciudadanos franceses. Y lo que más llama la atención, en este fenómeno, no es tanto su muy bajo nivel de popularidad, sino la velocidad con la que ha descendido su aceptación social. Todo esto se debe a los efectos de la crisis: elevadas cifras de desempleo, alza de los impuestos, la proliferación de las protestas en diversos sectores productivos, como los agricultores... Con independencia de las críticas a la política del gobierno socialista, sus opositores, en las filas de la derecha, consideran que la propia personalidad del Jefe de Estado está siendo cuestionada y afrontada. En este sentido, es debatida su capacidad para tomar decisiones estratégicas y su propensión a demostrar capacidad de poder e imposición, dos características muy propias de la función presidencial.
Como resultado de todo lo anterior, unos analistas apuestan a la derechización completa de la política francesa, cuando auguran un único mandato para François Hollande, y alzan sus voces por el regreso napoleónico de Nicolás Sarkozy; mientras que otros hacen votos por el ascenso al poder de la extrema derecha, representada por Marine Le Pen, quien continúa ganando espacios mediáticos y políticos en una sociedad en crisis de paradigmas.
En Gran Bretaña, el primer ministro, David Cameron, va lentamente por la pendiente con un 39 % de aceptación popular, después de caer a un 31 % en marzo del 2013. El gobierno de Cameron está marcado por el escándalo de las escuchas telefónicas y su completo fracaso parlamentario, en el intento de aprobar la intervención militar británica en Siria, a finales de agosto del 2013. Sin embargo, la mayoría de las encuestas diagnostican que David Cameron parece cosechar los frutos de su austeridad draconiana, con la reanudación de un débil crecimiento, que se espera llegue a 1,5 % en el próximo año, lo que constituye la celebración de un jolgorio adelantado de la burguesía europea en medio de la profunda crisis económica capitalista. En esta coyuntura europea, desde la perspectiva sistémica, muy pocos mencionan que resulta un espejismo que la economía globalmente "crece", pero la población progresa más que la economía y el consumo per cápita se contrae, pero ese dato lo censuran y es como si no existiera, pues rompe el encanto de las bondades neoliberales que siguen promoviendo.
Un caso aparte en este escenario es la principal potencia europea conducida por la canciller alemana Ángela Merkel, quien está menos afectada por el desencanto que invade a Europa, ya que reelegida en septiembre, en el apogeo de su popularidad, todavía se registra un altísimo por ciento de opiniones positivas. Mientras Alemania, como principal centro del capitalismo europeo, ha fortalecido su economía, otras potencias de la región perdieron competitividad y los países europeos menos desarrollados, que constituyen su periferia, son cada vez más pobres. En este contexto, Gran Bretaña y Francia desean recuperarse rápidamente para competir con Alemania.
En un tejido social invadido por el euroescepticismo, Ángela Merkel constituye la excepción que confirma la regla. La Canciller alemana muestra a sus homólogos una popularidad que no ha caído por debajo del 60 % durante los últimos años. Esta dirigente conservadora de 59 años, incluso ha completado su segundo mandato al frente de la República Federal, con un respaldo popular mayor que cuando asumió el cargo en el 2005. Quienes conocen a la Merkel opinan que ella ahora recoge los beneficios de una imagen sobria y un estilo de ejercicio del poder que favorece la comunicación pública. Sus discursos, en medio de escándalos y riñas dentro de su gobierno, son precisos y cada palabra tiene una clara intención. La principal fortaleza de la Merkel es una Alemania en el rango de primera potencia europea y cuarta en la economía mundial, pero también un crecimiento económico que ha impactado el comercio exterior, las finanzas públicas y el empleo, superando en todos los planos a Francia, su histórico rival y ahora "buen vecino".
Del lado allá del Atlántico, la situación es más o menos la misma. El presidente estadounidense Barack Obama exhibe su nivel más bajo de popularidad desde su llegada al poder en el 2008. Le Fígaro reseña que solo el 39 % de los estadounidenses encuestados, a principios de noviembre, por el Instituto Quinnipiac, aprueba su política, frente al 45 % en octubre. Y esto se debe a que pudiera estar pagando la presentación disfuncional de su reforma de salud, incluyendo el componente central que entró en vigor el 1ro. de octubre.
El estudio del Instituto Quinnipiac considera que las mayorías siguen siendo pesimistas acerca de los efectos de la reforma de Obama en la salud de la población estadounidense. Solo el 19 % de los encuestados piensa que mejorará, frente al 43 % que opina que empeorará, mientras el 33 % cree que nada va a cambiar. Por otra parte, el gobierno de Obama también se enfrenta, hace varios meses, a una serie de debates y cuestionamientos sobre los grandes programas de espionaje de la inteligencia estadounidense en su "lucha contra el terrorismo", algo que pudo también haber incidido en el desplome de su popularidad.
La impopularidad del liderazgo político en las potencias occidentales no es un fenómeno nuevo, se ha visto acrecentado con la crisis económica capitalista, pero, desde antes, apreciábamos la pérdida de identidad de los partidos políticos tradicionales, en particular del bipartidismo en cada uno de los sistemas políticos de los estados aquí mencionados, debido al reforzamiento del perfil electoralista, la brecha creciente del discurso con el accionar político y gubernamental, así como el divorcio con las bases sociales que los sustentan.
Es un hecho el desmontaje del Estado de Bienestar General, un proceso que se inicia con signos más visibles en la década de los 80 del siglo XX, inclusive bajo gobiernos de credenciales socialistas y ha mantenido un curso irreversible, pese a la resistencia de organizaciones y movimientos sociales que buscan nuevas alternativas políticas y económicas. El referido proceso responde a la determinación de los grupos de poder de adaptar a la sociedad europea, en su conjunto, al contexto impuesto por la peculiar, compleja y contradictoria internacionalización de las relaciones de producción capitalistas y, en particular, por la construcción de la Unión Europea sobre bases neoliberales.
Esas evoluciones condujeron a la afectación de los indicadores sociales europeos. El desempleo suele presentarse como el signo más visible de la crisis en este ámbito; no obstante, también deben mencionarse otros desequilibrios y fallas de los sistemas europeos referidos a los servicios de salud, educación y seguridad social, entre otros. Creo, hasta aquí, haber enunciado algunas de las causas principales de la notoria impopularidad del liderazgo político de las principales potencias occidentales, lo que requiere, obviamente, de una investigación profunda.