La sombra de la «vanitas»
Almeida Faria ofrece en su última obra  traducida al castellano una tersa indagación sobre el  arte
JOSÉ LUIS ARGÜELLES Calouste Sarkis Gulbenkian, multimillonario de  origen armenio que supo comerciar casi antes que ningún otro avispado con el  petróleo de Oriente Medio, empleó buena parte de su fortuna en cultivar una de  sus pasiones más pertinaces: el coleccionismo de incontestables obras de arte.  Los biógrafos de este ingeniero y empresario, que fue, además, atento mecenas  (sus cuidados hacia el poeta y premio Nobel Saint-John Perse están muy bien  documentados gracias al intercambio epistolar entre ambos), afirman que el  origen de esa afición por reunir piezas hermosas (monedas, casas, libros o  pinturas) surgió cuando el también gran filántropo (en Portugal existe una muy  conocida fundación que lleva su nombre) tenía apenas catorce años. Fue un hábil  negociante al que, en 1928, poco antes del crac financiero, le llamaban «el  señor cinco por ciento», el porcentaje de beneficio que le embolsaban cuatro de  las más grandes compañías petrolíferas. Lo tuvo todo, todo menos una «vanitas»,  un lienzo notable de ese género pictórico -tan del gusto barroco y de sus fines  moralizantes- en el que un bodegón ilustra el pasaje del Eclesiastés en el que  se nos recuerda la caducidad de las cosas de este mundo: «Vanitas vanitatum et  omnia vanitas». 
El escritor alentejano Almeida Faria (Montemor-o-Novo,  1943), uno de los mejores narradores portugueses del último medio siglo, desde  que en 1962 y con tan sólo diecinueve años publicó Rumor Branco, ha hecho de  aquel frustrado deseo de Gulbenkian (no olvidemos que este plutócrata llegó a  poseer una de las colecciones particulares de arte más notables del mundo) el  eje de Vanitas. 51, avenue d'Iéna, un singular relato de fantasmas, publicado en  2007 y que ahora, con traducción al castellano de Antonio Saéz Delgado, recupera  la editorial Trea en un hermoso libro en el que, junto a las reproducciones de  algunos de los cuadros que amó Gulbenkian («Naturaleza muerta», de  Fantin-Latour; «Retrato de una joven», de Chirlandaio; «Reina doña Loonor», de  Joos Van Cleve; «Retrato de Helena Fourment», de Rubens; «Infanta doña Mariana»,  de Velázquez; «Santa Catarina», de Cranach, o esa maravilla de la seducción y la  ambigüedad que es la «Palas Atenea» atribuida a Rembrandt), se incluye el  tríptico de Paula Rego (1935) «Vanitas», donde la siempre inquietante pintora  lisboeta (su iconografía bebe tanto de Lucien Freud como de Francis Bacon o de  Beatrix Potter, la creadora de Peter Rabbit) ofrece su particular visión de una  «vanitas». 
Pero no pretendemos, en estas líneas, hacer la exégesis de  esa desconcertante pintura, un nítido ejemplo de cómo alguien con talento es  capaz de reinterpretar un género o una tradición. La misma lección que, en  definitiva, ofrece Almeida Faria con su narración, en la que toma una de las  ramas más sabidas de la literatura fantástica, la de los cuentos de espíritus o  fantasmas, para ofrecernos, como señala con acierto Eduardo Lourenço en el texto  que sirve de antesala a la edición que reseñamos, una «vanitas antivanitas».  Escuchemos con atención las palabras del espíritu de Gulbenkian: «Además, esto  de muerte y vida es muy relativo. La vida es un viento breve, pero la muerte no  lo es menos para quien quiera seguir la cadena de morir y nacer». Nada que ver  con el aniquilamiento, el hueso mondo, las sombras terribles y últimas que  pintó, por ejemplo, nuestro Juan Valdés Leal, uno de los más geniales (y  truculento) publicistas del «memento mori». 
Almeida Faria cuenta su  historia en primera persona. Su narrador, un artista que prepara, en el año  1996, una exposición de sus obras en el número 51 de la parisina avenida D'Iéna,  sede del Centre Cultural Calouste Gulbenkian y palacete que reconstruyó este  príncipe de los negocios, despierta de pronto y oye extraños ruidos, pasos.  Aguijoneado por el «demonio de la curiosidad», investiga en el solitario caserón  hasta encontrarse con el fantasma de su antiguo propietario. Nada, hasta aquí,  que no hayamos leído una y mil veces antes: la atmósfera onírica, las maderas  que crujen, el silencio sobrecogedor de la noche. Pero el relato empieza a ganar  en interés, densidad y originalidad inmediatamente, según el espíritu de  Gulbenkian empieza a hablar de su pasión por el arte (el análisis de «La  lectura», de Fantin-Latour, es de una belleza y precisión conmovedoras), del  coleccionismo como «método» que oponer al «enorme desorden del mundo y de los  objetos», de la insatisfacción como motor del artista y, también, del  coleccionista de arte. Su descripción de la eternidad es la de un físico o la de  un poeta: «?todo pasa en esferas infinitas cuyos centros están en todas partes y  cuya extensión, que en las circunferencias se llama perímetro, no está en ningún  sitio». Y más adelante: «Nosotros, sombras de sombras, estamos muy cerca de sus  existencias meteóricas». 
El escritor portugués, del que antes de esta  singular narración se han traducido al español Lusitania (Alfaguara) y El  conquistador (Tusquets), una revisión en clave paródica del mito del  sebastianismo, construye en Vanitas. 51, avenue d'Iéna, una elegante y hermosa  fábula sobre el arte que «consuela y pacifica», pero también sobre la vida y la  muerte como espejos que se reflejan sin daño. Y, claro está, sobre la intuición  o la sospecha de que en toda manifestación artística hay siempre una sombra de  la «vanitas».
Saludos,
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