Castro nombra heredero
A medida que se repiten las visitas a Cuba de Hugo Chávez, resulta más evidente que el heredero «revolucionario» de Fidel Castro será el líder bolivariano. Por tercera vez lo ha visitado en La Habana y en cada ocasión se han ido haciendo más visibles los gestos de complicidad y camaradería. Es de sobra conocida la alianza que existe entre ambos desde la victoria electoral de Chávez en 1999, y gracias a la cual Cuba sobrevive a la asfixia económica que ocasiona el peso de 47 años de totalitarismo comunista, una isla no sólo geográfica sino política, pues se trata de la única dictadura de América. En este sentido, la máscara de oxígeno que representan los cien mil barriles de petróleo venezolanos que diariamente le envía gratis el Gobierno chavista es buena muestra de ello. Así las cosas, no es de extrañar que aumenten los rumores sobre el papel que desempeñará Chávez cuando se produzca la muerte de Fidel Castro. Y no sólo a efectos de decantar la balanza de la sucesión de éste de acuerdo con las sugerencias intercambiadas durante las largas parrafadas de hospital mantenidas entre el dictador cubano y su amigo venezolano. A Chávez le interesa estratégicamente Cuba y querrá conservar la influencia ganada en el país en los últimos años a golpe de talonario de petrodólares. Y a Castro le interesa personalmente que su «compadre» de Caracas se involucre aún más en el futuro de la isla, ya que ve en él al único líder iberoamericano con capacidad para asumir el legado político antidemocrático que ha venido encarnando la revolución cubana hasta ahora.
Más allá de quién sea el gobernante físico del país caribeño después de su muerte, Fidel Castro quiere dejar bien atado el nombre del que se hará cargo del castrismo, esto es, del icono revolucionario que ha venido representando desde hace casi cinco décadas. Para él, Cuba y el futuro del pueblo cubano son un asunto de menor enjundia, como lo es la persona a quien se traspase el poder definitivamente. Que sea su hermano Raúl Castro u otro es lo de menos. A Fidel lo que le obsesiona es saber lo que sucederá con el castrismo. La experiencia vivida con el derribo del Muro de Berlín ha abierto los ojos al dictador cubano. Sabe que el comunismo tan sólo ha logrado sobrevivir químicamente puro en su país y en Corea del Norte. Ni siquiera China es ya del todo maoísta desde que mutó en parte su fisonomía abriéndose a la economía de mercado. Corea tiene la bomba atómica, y Cuba, el mito revolucionario que representa la figura de Castro mientras viva.
Por eso, la única fórmula que tiene el castrismo de sobrevivir a su creador es transplantado en un escenario más propicio, y éste podría ser el populismo bolivariano que acaudilla Hugo Chávez con tintes cada vez más autoritarios. El comunismo carece hoy en día de capacidad movilizadora, pero el antiamericanismo y el odio a la sociedad abierta y a las instituciones políticas y económicas de Occidente son un poderoso y creciente reclamo en buena parte de los países iberoamericanos. La experiencia de Venezuela y Bolivia lo acreditan, y, con ellas, la inquietante deriva revolucionaria hacia la que parece entregado apasionadamente el mexicano López Obrador tras su derrota en las urnas.
De ahí que la herencia mitómana del castrismo podría ser un peligroso instrumento de acción revolucionaria en manos de Chávez. Especialmente si, como parece, habrá de estar llamado a ejercer algún tipo de influencia sobre el futuro de Cuba y sus planes de proyección internacional, que según se entrevé van cuajando gracias a su respaldo al indigenismo de Evo Morales, sus apoyos al régimen sirio de Basad al Asad o al Irán de los ayatolás, o a sus maniobras desestabilizadoras en la vecina Colombia. Si así fuera, la herencia totalitaria de Castro (el último dictador de todo un continente) encontraría un poderoso continuador en Hugo Chávez.
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