Cuatro horas con Mario
La llamada sueca le pilló en Nueva York preparándose para sus nuevos cursos en Princetown.
22/10/10
HACE POCO MENOS de un mes pasé cuatro horas con Mario Vargas Llosa en Madrid, sin hablar en ningún momento del Nobel. Conozco al escritor peruano y a su mujer, Patricia Llosa, desde hace quizá 30 años, sin poder jactarme de ser un amigo íntimo de la pareja. Hemos coincidido a lo largo del tiempo en numerosos actos literarios y cinematográficos, recordando yo en particular unas jornadas sobre Cine y Literatura organizadas por Ricardo Muñoz Suay en el marco del festival de cine de San Sebastián, cuando era su director Luis Gasca; qué diferencia, por cierto, y qué decadencia entre aquellos festivales donostiarras y los últimos. A Mario, fiel cinéfilo y aventurero también en la realización cinematográfica, le había gustado menos que a mí la película Querelle, proyectada fuera de concurso, pero estuvimos de acuerdo en la impronta de Jean Cocteau que esa película y otras de Fassbinder revelan.
También las amistades comunes nos han mantenido en sintonía, a veces agitada por las polémicas; una a causa de mi querido Azorín, al que el autor de La casa verde le negaba en su discurso de entrada en la Academia valores de novelista para mí evidentes, y la otra, cruzada en cuatro artículos en El País, sobre el vidrioso asunto de las ayudas al cine y la necesidad o no de una cultura sufragada en parte por el Estado. En este caso, la discrepancia era, me parece, más política que estética, y los belicosos argumentos por ambas partes no impidieron que, al siguiente encuentro fortuito, la cordialidad y generosa disposición de Vargas Llosa siguiera intacta.
De esas horas que pasé con el matrimonio en su casa de Madrid, continuadas después en un tête-à-tête con Mario en un restaurante, resalto una anécdota. La conversación, distendida, extensa y en privado -con las libertades de opinión que eso permite y las cláusulas que eso impone-, fue para mí muy grata y enriquecedora, destacando en sus palabras su seria curiosidad sobre tantas y tan diversas cosas, su prodigiosa memoria de libros y personas y situaciones, su interés por mantener diálogos y no largar monólogos. Hablamos de Roger Casement, ese personaje real que el escritor ha tomado como protagonista de su nueva novela, El sueño del celta, y que me ha fascinado desde que, viviendo yo en Inglaterra en los años 1970, su figura controvertida en lo político, lo heroico y lo sexual empezó a ser revelada. Hace dos años, cuando El sueño del celta estaba en su primera fase, le mandé desde el cementerio de Glasnevin, en Dublín, una foto tomada allí mismo de la lápida que cubre la tumba de Casement. Por la noche, cenando con otros escritores, el novelista irlandés Colm Tóibín oyó con interés no exento de envidia la noticia de esa work in progress de Vargas Llosa. "Qué buen tema, y qué lástima que a ninguno de nosotros se nos haya ocurrido", dijo. La ocurrencia, la inteligencia y la resistencia moral de Mario. Estábamos en la puerta de su casa madrileña y teníamos que despedirnos; salían al día siguiente temprano con destino a Nueva York, donde le llegaría, tres jueves después, la llamada sueca. Aún tenía que meter en la maleta libros y papeles para sus cursos de Princetown. "No vas a dormir apenas", dije inquieto, con la dependencia que tengo respecto al sueño. "Estoy acostumbrado. Desde niño duermo sólo cuatro horas". Otra formidable forma de resistencia de Vargas Llosa.
HACE POCO MENOS de un mes pasé cuatro horas con Mario Vargas Llosa en Madrid, sin hablar en ningún momento del Nobel. Conozco al escritor peruano y a su mujer, Patricia Llosa, desde hace quizá 30 años, sin poder jactarme de ser un amigo íntimo de la pareja. Hemos coincidido a lo largo del tiempo en numerosos actos literarios y cinematográficos, recordando yo en particular unas jornadas sobre Cine y Literatura organizadas por Ricardo Muñoz Suay en el marco del festival de cine de San Sebastián, cuando era su director Luis Gasca; qué diferencia, por cierto, y qué decadencia entre aquellos festivales donostiarras y los últimos. A Mario, fiel cinéfilo y aventurero también en la realización cinematográfica, le había gustado menos que a mí la película Querelle, proyectada fuera de concurso, pero estuvimos de acuerdo en la impronta de Jean Cocteau que esa película y otras de Fassbinder revelan.
También las amistades comunes nos han mantenido en sintonía, a veces agitada por las polémicas; una a causa de mi querido Azorín, al que el autor de La casa verde le negaba en su discurso de entrada en la Academia valores de novelista para mí evidentes, y la otra, cruzada en cuatro artículos en El País, sobre el vidrioso asunto de las ayudas al cine y la necesidad o no de una cultura sufragada en parte por el Estado. En este caso, la discrepancia era, me parece, más política que estética, y los belicosos argumentos por ambas partes no impidieron que, al siguiente encuentro fortuito, la cordialidad y generosa disposición de Vargas Llosa siguiera intacta.
De esas horas que pasé con el matrimonio en su casa de Madrid, continuadas después en un tête-à-tête con Mario en un restaurante, resalto una anécdota. La conversación, distendida, extensa y en privado -con las libertades de opinión que eso permite y las cláusulas que eso impone-, fue para mí muy grata y enriquecedora, destacando en sus palabras su seria curiosidad sobre tantas y tan diversas cosas, su prodigiosa memoria de libros y personas y situaciones, su interés por mantener diálogos y no largar monólogos. Hablamos de Roger Casement, ese personaje real que el escritor ha tomado como protagonista de su nueva novela, El sueño del celta, y que me ha fascinado desde que, viviendo yo en Inglaterra en los años 1970, su figura controvertida en lo político, lo heroico y lo sexual empezó a ser revelada. Hace dos años, cuando El sueño del celta estaba en su primera fase, le mandé desde el cementerio de Glasnevin, en Dublín, una foto tomada allí mismo de la lápida que cubre la tumba de Casement. Por la noche, cenando con otros escritores, el novelista irlandés Colm Tóibín oyó con interés no exento de envidia la noticia de esa work in progress de Vargas Llosa. "Qué buen tema, y qué lástima que a ninguno de nosotros se nos haya ocurrido", dijo. La ocurrencia, la inteligencia y la resistencia moral de Mario. Estábamos en la puerta de su casa madrileña y teníamos que despedirnos; salían al día siguiente temprano con destino a Nueva York, donde le llegaría, tres jueves después, la llamada sueca. Aún tenía que meter en la maleta libros y papeles para sus cursos de Princetown. "No vas a dormir apenas", dije inquieto, con la dependencia que tengo respecto al sueño. "Estoy acostumbrado. Desde niño duermo sólo cuatro horas". Otra formidable forma de resistencia de Vargas Llosa.
Fuente:http://www.tiempodehoy.com/default.asp?idpublicacio_PK=50&idnoticia_PK=62174&idseccio_PK=630
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Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
Diplomado en "Gestión del Conocimiento" de la ONU
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