Muchos comentan sobre la posibilidad de que Sarah Palin gane la presidencia. Pero me parece extraviado la postura tanto de los que se alarman con la posibilidad como los que sueñan de ese día.

Aunque mi sondeo carece de base científica, dudo que exagero en resumir el comentario del campo anti-Palin así: ¿Palin, presidente? ¿Pero no han percibido su ignorancia y estupidez, de no hablar de sus políticas derechistas?

Y la de sus fanáticos: La apoyamos porque ella, como nosotros, esta harta de un gobierno de la elite que insiste en dictar como deberíamos pensar y portarnos. ¡Ya basta!

Notarán la relación simbiótica entre ambas posiciones. Los críticos hablan con ese tono presumido de la intelectualidad, precisamente lo que enfurece a Palin y sus seguidores.

Y los que exaltan a Palin se quieren distinguir de la aristocracia americana, que no es marca de sangre royal sino que del éxito en la política, el negocio o la educación.

Pero la mera posibilidad de que Palin sea presidente, y las pasiones que despierta, nos dice poco de la mujer. Ella es mero espejo para la condición de la nación.

Porque nos dice que está en mal estado el puente entre dos islas, la de los que pueden gozar de la vida – porque tienen dinero, éxito, una red familiar y social que los puede sustentar, y los lujos de tiempo y recursos para participar en la vida cultural – y los que luchan cada día para ganar plata, mantener un hogar, enfrentar enfermedad y lidiar con problemas sociales.

El milagro americano – dos siglos de democracia, paz interna (con una excepción importante), y el avance económico – se debe al buen funcionamiento de ese puente, un cruce que representa la oportunidad para los que no tienen y el riesgo de retroceder para los que sí tienen.