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lunes, agosto 28, 2006

ETICA, POLITICA, DEMOCRACIA PROF JORGE LUIS MAIORANO

 

Ética, política y democracia en tiempos de globalización

Dr. Jorge Luis Maiorano (1)

 

Reflexionar sobre “ética, política y democracia en tiempos de globalización” exige no solo recordar al viejo debate, siempre actual, sobre las relaciones de la política con la ética, sino a la vez analizar las circunstancias de la realidad socio-cultural de nuestros países que condicionan o influyen la moralidad de su vida política, como también sugerir posibles criterios u orientaciones para afianzarla y mejorarla.

Por consiguiente, dividiré esta relación en tres partes:

1) Vigencia de la ética en la política;

2) Aspectos socio-culturales que condicionan la política en la realidad latinoamericana y que impactan en la democracia;

3) La incidencia de la globalización en el análisis de estas cuestiones.

Vigencia de la ética en la política

Es necesario recordar aquí la vieja polémica acerca  de si la política debe o no someterse a patrones éticos o, en otros términos, si la moral es o no aplicable en el ámbito de la actividad política.

Si se cree, como Maquiavelo, que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante es el éxito, el debate que nos ocupa carece de sentido. Lo que vale es solamente el poder.

Debemos admitir, aunque nos repugne, que esta lógica tiene bastante vigencia  en la realidad. El éxito en política se mide habitualmente por la posesión del poder.

Los triunfos en política, por lo menos formalmente y en el corto plazo, consisten en ganar poder.

En una democracia, triunfa el partido que en las elecciones logra una mayoría capaz de asegurar el gobierno y triunfa el político que es llamado a gobernar. Y en un régimen de facto, triunfa el caudillo que en un golpe de Estado usurpa el poder y el dictador que por cualquier medio prolonga su gobierno.

El poder constituye la gran tentación de los políticos. Incitados por esa tentación, muchos de ellos gastan a menudo sus mayores esfuerzos y suelen incurrir en sus peores renuncios para alcanzarlo o conservarlo. Cuando se está lejos del poder, éste aparece como la palanca mágica que abre los caminos a todos los proyectos. Los partidos políticos que están en la oposición, confían que el acceso al gobierno les permitirá realizar los cambios que postulan. Los revolucionarios imaginan que les bastara conquistar el poder para llevar a la practica todas sus utopías.

Pero tan pronto se alcanza esa meta se advierte que, aun estando en el gobierno, no se puede hacer todo lo que se quiere. Entonces el poder del gobierno se aprecia escaso y suele comenzar una nueva lucha por acrecentarlo. Los nuevos gobernantes, cuando se sienten entrabados para realizar sus propósitos, se empeñan en utilizar el poder alcanzado –con las múltiples posibilidades que proporciona- para eliminar o reducir los obstáculos que significa la oposición, generalmente con el sano propósito de facilitar el cumplimiento de los objetivos de bien público del gobierno.

En las democracias, el riesgo de estas tentaciones es generalmente débil, por el freno que imponen las reglas propias del Estado de Derecho, el ejercicio de las libertades de información y de opinión y los mecanismos de fiscalización o control político y jurídico a que está sometida la actuación del gobierno. En la misma medida en que estas libertades y controles son cercenados o suprimidos, crece inevitablemente la tendencia al abuso del poder. La historia de las dictaduras esta plagada de sórdidas maquinaciones, peculados, enriquecimientos sorprendentes y crímenes horrendos. La de los regímenes totalitarios muestra hasta qué punto y de qué maneras el fanatismo ideológico conduce al aplastamiento y destrucción del hombre por el Estado. Es la lógica inevitable de la política del poder, en que el fin justifica los medios y para cuyo éxito Maquiavelo aconseja a su Príncipe “aprender a no ser bueno”. Por eso Lord Acton afirma que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto tiende a corromperse absolutamente”.

El anhelo de poder, junto con la avaricia o inmoderado afán de enriquecimiento fácil, se convierten en los principales factores de la corrupción que tanto amenaza y daña a los Estados y a las sociedades. Para defenderse de esas lacras son necesarios mecanismos políticos, administrativos y jurídicos como la separación de los poderes, base de todo ordenamiento democrático, que Montesquieu propuso precisamente para que “el poder detenga el poder”, los sistemas de publicidad y control de la gestión pública –política y administrativa- y los mecanismos de responsabilidad de los gobernantes y servidores públicos.

Pero por eficaces que sean estos medios, no van al fondo del problema. Los riesgos de corrupción y de abuso del poder público solo podrán erradicarse mediante un cambio cultural sobre la naturaleza y fin de la política. Mientras se crea, como Maquiavelo, que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante es el éxito, consistente en ganar, conservar y acrecentar el poder, fin cuyo logro justifica cualquier medio, esos riesgos de corrupción y abuso mantendrán viva su amenaza.

Si, a la inversa admitimos que la política, en cuanto forma de actividad humana, esta regida por la ética, que se ocupa precisamente de los actos humanos en cuanto al bien o al mal que ellos entrañan, tendremos que admitir que el fin de ella no es el poder sino el bien común, con respecto al cual el poder no es más que un medio a su servicio, y que este medio es siempre limitado por la dignidad de la persona humana, cuyos derechos esenciales debe no solo respetar, sino también promover.

Planteadas las cosas en esta perspectiva, cambia el concepto de lo que en política se entiende por verdadero éxito. A la pregunta ¿qué saco con servir al pueblo si pierdo el gobierno? han de oponerse interrogantes como las siguientes: ¿tiene éxito un gobierno que lleva a su pueblo a la desgracia, pero logra mantenerse en el poder, o el político cuya conducción divide a su nación y la sume en el odio y la violencia, si logra conservar el poder? ¿lo tiene el que mejora las condiciones de vida de su pueblo, aunque pierda el poder, o el que prefiere ceder el paso a un adversario a cambio de salvar la unidad de su nación y lograr la paz social?

Objetivamente, la razón nos dice que un gobierno tiene éxito cuando su política y sus realizaciones satisfacen las aspiraciones más sentidas de su pueblo, le permiten vivir en paz, justicia, libertad y bienestar y significan progreso, independencia y prestigio para su Nación.

Eso es lo importante para el país y no para quien detente el gobierno.

Por lo demás, para hablar de verdadero éxito es necesario apreciar los acontecimientos con sentido histórico, en términos de la vida de la Nación y no de la vida de un hombre. Lo que mirado hoy, con ojos de presente, parece éxito, puede resultar un desastre proyectado en el tiempo.

En su ensayo sobre “El final del Maquiavelismo”, Maritain nos previene contra la ilusión del éxito inmediato. Sostiene el que cuando Maquiavelo afirma que el mal y la injusticia tienen éxito en política, se refiere al éxito inmediato, circunscrito a la duración de la actividad del príncipe o gobernante. Pero Maritain cree que “la dialéctica eterna de los triunfos del mal los condena a no ser duraderos”.

Para hablar de verdadero éxito hay que “tomar en cuenta la dimensión del tiempo, la duración propia de las transformaciones históricas de las naciones y Estados, lo cual excede considerablemente la vida de un hombre”. Y con mucha fe afirma que “la justicia trabaja por medio de su propia causalidad, hacia el bienestar y el éxito en el futuro, tal como una savia sana trabaja hacia el fruto perfecto; mientras que el maquiavelismo trabaja, por su causalidad propia, hacia la ruina y la bancarrota, tal como el veneno en la savia trabaja hacia la enfermedad y la muerte del árbol”.

Pero, como el mismo Maritain enseña, “los principios de la moral no son ni teoremas ni ídolos, sino reglas supremas de una actividad concreta dirigida a una obra que ha de realizarse en circunstancias determinadas y, en definitiva, mediante las reglas de la virtud de la prudencia, nunca trazadas de antemano, que aplican los preceptos éticos a los casos particulares, en el medio ambiente, con una voluntad concretamente recta… La política, en particular, tiende al bien común del cuerpo social; esta es su medida. Ese bien común es un bien principalmente moral y por ello es incompatible con todo medio intrínsecamente malo. Mas, por lo mismo que representa la recta vida común de una multitud de seres débiles y pecadores, exige también que para procurar lograrlo se sepa aplicar el principio del mal menor y tolerar ciertos males cuya prohibición acarrearía males mayores”. Y al respecto agrega: “El temor a mancharnos por penetrar en el contexto de la historia no es virtud, sino una manera de escapar de la virtud”.

Algunos parecen creer que meter nuestras manos en ese universo real y concreto de las cosas humanas, donde existe y circula el pecado, es en si un pacto con el pecado, como si este se contrajera desde fuera y no desde dentro. Esto no es mas que un purismo farisaico; no es la doctrina de la purificación de los medios”.

De lo dicho se sigue otra conclusión, relativa a la importancia de los derechos humanos en cuanto limite al ejercicio del poder político. Si admitimos que dicho poder no es más que un medio para buscar el bien común y que este es el bien de una comunidad humana, es decir, de una multitud de personas cada una de las cuales constituye en sí mismo un todo que, aunque en ciertos aspectos forma parte de la sociedad política, en lo que respecta a su dignidad espiritual y a su destino último lo trasciende, debemos necesariamente concluir que el poder del Estado, órgano secular de la sociedad política, no es absoluto frente a las personas.

 
 
(1)Jorge Luis Maiorano
Defensor del Pueblo de la Nación Argentina (mandato cumplido)
Ex Presidente del Instituto Internacional del Ombudsman.
Ex Ministro de Justicia de la Nación Argentina. 

Doctor en Jurisprudencia. 
Consultor Internacional del Alto Comisionado de los DDHH.
Profesor Titular de Derecho Administrativo.

www.jorgeluismaiorano.com
 
jmaioran@fibertel.com.ar

 

Saludos
 
Rodrigo R. González Fernández
Director
 
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T: (56-2) 245 1168

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