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jueves, febrero 21, 2008

SER DE IZQUIERDA NO SIEMPRE ES SENTIRSE CERCA DE FIDEL CASTRO

SER DE IZQUIERDA NO SIEMPRE ES SENTIRSE CERCA DE FIDEL CASTRO

El hombre de los discursos irritantes

Por:  Leopoldo Brizuela
Fuente: ESCRITOR

"Al fin te callas!", debe de estar pensando Su Majestad el Rey de España. Que yo sepa, el flamante renunciante Fidel Castro nunca osó interrumpir al Presidente de Su Majestad. No tiene el physique-du-rol de mayordomo de corte con el que carga Chávez, y que acentúa su curioso uniforme carmesí de empleado del mes de McDonald's.

Fidel Castro, por lo demás, bien podría haber sido un compañero del rey Juan Carlos, cuando éste era un príncipe en el exilio y los dos soñaban con guiar los destinos de sus naciones. Pero un vicio de novelista me lleva a imaginar que, como tantos argentinos durante la última visita de Castro, el Rey ha de considerar irritantes sus discursos, por exageradamente largos, como si la sola extensión, esto es, la voluntad de ser escuchado durante mucho tiempo, fuera el colmo del autoritarismo. "¡Al fin te callas!"

Yo pensaba todo esto ayer, en un megashopping de computación, mientras veía en cientos de pantallas cómo la Radio Televisión Española se apresuró a

identificar la renuncia de Fidel con la llegada de la democracia a Cuba -apresuramiento comprensible en un pueblo que deseó ese cambio durante cuarenta largos años, y en tantas empresas españolas que, me permito imaginar nuevamente, querrán hacer negocios en Cuba como en la Argentina democrática de Menem...

No imaginaba que al volver a casa Clarín me invitaría a opinar, teniendo en cuenta que me identifico con lo que a grosísimo modo se llama la "izquierda" y vengo de una familia en que la Revolución Cubana fue siempre un tema de conversación. De chico, es verdad, me extasiaba ante un collar de semillas de café que Fidel regaló a mi tío, presidente de la Federación Universitaria de La Plata en el año 61 -y que mi madre aún conserva junto a su anillo de casamiento, como un rosario laico-, después de deslumbrar a la delegación argentina con una filípica kilométrica. De eso ha pasado casi tanto tiempo como la historia de la Revolución.

Lo cierto es, opino, que siento poco. ¿Qué puede sorprender en la renuncia de un hombre de más de ochenta años? Eso sí: como en el caso de la admonición del Rey a Chávez, la idea de festejar por anticipado el fin de un ser como Fidel, y que alguien pueda estar previendo que Cuba quede en otras manos que la de los propios cubanos, me parece una actitud carroñera.

Claro que la historia de la Revolución me sigue conmoviendo. Sin el bastardeado glamour del Che Guevara (¡ah los bellos hijos de la aristocracia, destinada a hundir o a salvar a los pobres, nunca a dejarlos en paz!, ¡ah la temible seducción de lo guerrero!); y sin el rumboso personalismo de Fidel, sin su confianza un tanto hartante en creer cuál es el único futuro posible; la figura de Camilo Torres, digo, me resulta mucho más entrañable, del mismo modo que la dignidad del montonero Mariano Pujadas, que es otra de mis devociones personales, vuelve aun más condenable la figura de Firmenich. Pero Hanna Arendt enseña a desconfiar de las pasiones como único motivo de la actividad política.

Quiero decir algo más. Desde que, como gran parte de mi generación, me abrí a la política, después de la Guerra de Malvinas (cuando Fidel estrechó la mano del canciller de Galtieri, como Chávez la de Ahmadinejad, ¡imágenes que me revuelven el estómago más allá de lo que pueda intentar corregirme toda ideología o "noción de estrategia"!), sus héroes y sus conquistas me resultan mucho menos incuestionables que, por ejemplo, para una generación anterior; con las mejores intenciones, por supuesto, siento que la gente que hoy tiene más de sesenta años defiende la Revolución Cubana como un elemento de su propia identidad amenazada. Pero ha sucedido lo de siempre: nuestra identidad es otra.

Saludos
Rodrigo González Fernández
DIPLOMADO EN RSE DE LA ONU
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