Miércoles 03 de Marzo de 2010
Cuando todo tiembla
Todo lo planificado para el sábado 27 de febrero se fue al suelo. Como se había deshecho igualmente todo lo previsto para el lunes 4 de marzo de 1985.
Un terremoto detiene el tiempo, lo corta, descuajeringa las secuencias y nos hace partir de nuevo. Es a.T. y d.T. El reloj del hospital de Cauquenes y tantos otros repartidos por el país quedó fijo en las 3:34, ofreciendo una señal inequívoca: ése fue el momento desde el cual millones de habitantes de esta patria fuimos iguales en la incertidumbre y en el pánico.
Durmiendo o en medio de una fiesta, ya incorporados al año laboral o terminando las vacaciones, ese instante fue para todos un inesperado punto de partida, nunca previsto, en absoluto planeado, pero ahora fundacional, causante.
Habitualmente evaluamos las consecuencias de nuestros propios actos. He acertado o he fallado: ése es nuestro diagnóstico al analizarlas. Ahora no, ahora es el caos el que prima, y eso descoloca especialmente a los modernos, a quienes les gusta tenerlo todo bajo control. Porque cada cierto tiempo, el caos entra sin permiso, y captura zonas completas de la realidad: desordena, hiere, destruye y mata.
Después, con el fluir de los días, se va abriendo paso la pregunta fundamental, primero en la conciencia y después en el diálogo. Es la interrogante que pretende expulsar el caos hasta la próxima: ¿Qué causó todo esto? ¿A qué se debió? Y junto con esa duda, su complemento: ¿Y para qué todo lo que ha pasado? ¿Tiene algún sentido?
Las respuestas surgen, porque los humanos somos animales que contestan preguntas, y de las más complicadas.
Los cientifistas dibujan esquemas, colorean diagramas, tabulan cifras, mueven ondas en animaciones 2.0. Así fue el terremoto, por esto fue un maremoto, nos dicen. Explican los porqués hasta donde pueden, es decir, algo más adentro de nuestros sentidos que oyeron, vieron, olieron, palparon y gustaron (por el hambre y la sed) de las realidades mismas del desastre. Está bien, es lo suyo y, con humildad, muchos científicos reconocen en estas ocasiones los límites de esa ciencia que otras veces se infla, pretendiendo ser el plano último de las explicaciones.
Los racionalistas, por su parte, ya hablan de prevenciones insustanciales, de cálculos mal realizados, de procedimientos insuficientes, de políticas públicas fallidas, de intervenciones estatales negligentes, de informaciones mal proporcionadas. Puede ser, cada una de esas cosas puede ser (y varias de ellas han sido), pero con todo eso solucionado, el 8,8 habría estado igual ahí, y seguiríamos preguntándonos quién lo había invitado y por qué.
Los que sí están perplejos, sin respuesta, son los ecologistas profundos. Siempre culpando a los humanos de todos los males del planeta, se encogen de hombros ante las fuerzas ilegales de una naturaleza a la que adoran y dan culto mientras se muestra plácida, pero a la que miran como pariente empobrecido cuando se desboca desde sí misma. No, ellos no están en condiciones de contestarnos por qué Gaia enloqueció.
¿Y los creyentes? Los que rezan explican con la paz de sus miradas, con el afecto de su caridad, con la mano de su solidaridad. O sea, traslucen y ponen en acto la paternidad de un Dios en el que se radican todos los misterios.
Finalmente, siempre existe la respuesta que no contesta, porque afirma que nada de lo sucedido tiene explicación alguna, porque la vida es en sí misma el caos. Bien, si se atreven, díganselo a los rescatistas, y a los que lloran a sus muertos, y a los soldados que protegen poblaciones asoladas y a los periodistas que se arrastran agotados y a esos millones que buscan respuestas y sentido. Atrévanse a decírselo, pero no se quejen de la reacción, ¿ya?
Saludos,
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