En un día tan señalado como el de hoy, en el que todas las miradas están pendientes de la Conferencia Internacional de Donostia, el teólogo Félix Placer ofrece su análisis del momento que vive el país, las actitudes de unos y de otros y la respuesta de la sociedad vasca a la situación política, económica y social. Una respuesta indignada que, en opinión de Placer, apela a la responsabilidad ética de todos.
Cuando el otoño tiñe nuestra Ama Lur de colores de libertad y por todos los rincones de Euskal Herria se respira el oxígeno de la esperanza; cuando movimientos, grupos, partidos abertzales alientan y empujan un proceso de paz y normalización que parece tocarse ya con las manos; cuando el colectivo de presos suscribe el Acuerdo de Gernika apoyando el camino democrático con todas sus exigencias; cuando para todas las víctimas de tantas violencias se abre un horizonte de clarificación de la verdad, reconocimiento, reconciliación y reparación; cuando expertos internacionales de reconocido prestigio constatan, apoyan y avalan el proceso y pasos dados hacia un escenario de paz, el estancamiento y lentitud del Estado y su Gobierno, la cerrazón judicial, la encarcelación de significativos líderes, la represión carcelaria, la postura de los partidos mayoritarios han provocado y encontrado una respuesta popular que iniciada en este año en la multitudinaria manifestación del 8 de enero continúa incansable a lo largo de estos últimos meses.
La creciente indignación ante las graves consecuencias de una crisis económica causada por intereses financieros y mercantiles de un sistema neoliberal que ignora a los pobres y pretende resolver sus pérdidas de beneficios a costa de recortes sociales y rescates de urgencia extiende la denuncia social y política cada día con más fuerza y convicción.
No hay duda de que esta indignación clamorosa, cívica y popular plantea y se sustenta en exigencias éticas de largo alcance y profundidad crítica ante soluciones parciales, pactos interesados, concesiones autonómicas, recortes en los servicios sociales públicos que muestran la irresponsabilidad ética de la política gubernamental. De la misma manea que en el terreno económico no caben ya soluciones precarias, arreglos circunstanciales, efímeras promesas políticas, sino un cambio radical de estructuras de poder financiero y distribución de riquezas, tampoco en el campo político se resuelve el problema de una democracia paralizada con arreglos gubernamentales, y menos aún con las promesas electoralistas de las próximas fechas.
Sentencias jurídicas dictadas por tribunales al servicio del poder constituido son no sólo causa de frustración, sino obstáculo para la realización de la principal finalidad del Estado de Derecho, consistente en garantizar la democracia plena, la paz desde la justicia, la realización de todos los derechos humanos, que esos mismos tribunales deberían custodiar y sancionar por encima de cualquier instrumentalización política. Se cae entonces en una grave contradicción, de incalculables consecuencias, entre procesos judiciales y ética jurídica.
Derechos individuales y colectivos, exigencias de justicia social y política, de expresión cultural libre, tan gravemente vulnerada en Kukutza, son la base que subyace en las indignadas protestas y en las conciencias, impulsa movimientos y suscita múltiples reivindicaciones. Son las convicciones éticas que sustentan la búsqueda y realización de la paz desde la justicia, la normalización política, las salidas auténticamente democráticas que hace un año se plasmaron en el histórico Acuerdo de Gernika y trazan la hoja de ruta para quienes defienden y luchan por la realización de todos los derechos sin exclusiones para Euskal Herria, para la sociedad.
Se requiere, por tanto, una reestructuración democrática de fondo, éticamente asumible, donde el sujeto político primordial, es decir, el pueblo, sea el agente real de su voluntad democráticamente expresada. Esta necesidad ética adquiere particular relevancia en Euskal Herria, sujeto natural y político de sus propias decisiones. Al negarle su estatus como nación y su poder como estado, en definitiva su autodeterminación, se le impide el ejercicio ético de su responsabilidad histórica y actual.
En esta fase crucial, de máximas expectativas e indudable responsabilidad ética para todos, sin excepción, la esperada decisión de ETA para el definitivo abandono de su actividad armada, coherente con su «declaración de alto el fuego permanente, unilateral y verificable», será un histórico y decisivo paso. Pero no es el único políticamente esperado y éticamente necesario. Los importantes avances hacia la paz constatados por el GIC y por la Comisión Internacional de Verificación requieren nuevas decisiones. Al Estado le corresponde superar sus propios estancamientos y avanzar con responsabilidad ética en el camino ya iniciado. Retrasar el proceso por cálculos electoralistas, agudizar las tensiones y condiciones represivas, negarse o entorpecer el diálogo implican una grave culpabilidad ética y democrática. Abrir caminos participativos sin exclusiones, derogar leyes que entorpecen la plena participación política, respetar en su integridad los derechos de presos y presas, abrir posibilidades de una nueva política penitenciara, que el mismo lehendakari propuso, posibilitar el marco de una amnistía política -que supondría el cambio de una constitución obsoleta (ya alterada por motivos financieros)- son elementos y exigencias de ética política como base y fundamento de una democracia plena y de un estado de derecho.
En este momento de urgencia política crítica y decisiva para lograr una justicia que garantice una paz auténtica desde la realización de todos los derechos humanos, también se plantean importantes desafíos a la Iglesia vasca. El obispo de Donostia, desde su conocidas posiciones y talante, insiste en la desaparición de ETA; también, junto al de Bilbao, propone la reconciliación que Uriarte, obispo emérito de Donostia, subrayaba como «necesaria para una paz verdadera y completa». Proceso irrenunciable, sin duda, pero sin olvidar las exigencias y responsabilidad éticas que anteriores obispos plantearon con claridad como condiciones indispensables de una paz auténtica, centrada en el respeto y realización de todos los derechos en Euskal Herria.
De todas formas, esta responsabilidad también compete a los diversos grupos y comunidades cristianas. Preocupadas, al menos algunas de ellas -y con razón-, por el sesgo restauracionista y conservador de sus obispos, se echa hoy en falta aquel vigor profético de denuncia y anuncio liberadores que en otras ocasiones mostraron.
Estamos, sin duda, ante importantes signos de los tiempos en Euskal Herria que, siguiendo aquel «olvidado» Concilio Vaticano II, deben ser hoy escuchados, interpretados, respondidos desde el diálogo creativo, el mutuo respeto, el servicio comprometido, caminando hacia una reconciliación nueva de múltiples dimensiones, donde los derechos ciudadanos individuales y colectivos, junto a la participación de todas y todos, sin exclusiones, son indispensables como exigencia ética que nace de una toma de conciencia indignada y solidaria.
Saludos
Rodrigo González Fernández
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